La luna, en su día del plenilunio, se eleva pausadamente
en el horizonte, y mientras esto sucedía, los indios, bañados en sudor pero sin
dar muestras de cansancio, bailaban sin cesar.
El astro de la noche siguió su carrera y en el momento en
que se aproximaba al cenit, el viejo murmuró algo y su biznieto dio una orden a
los guardianes del comanche.
El muchacho fue levantado
en peso y conducido a la plataforma, donde fue despojado de sus
atadoras, e hiciéronse cargo de él los cuatro sacerdotes menores, los asiéndolo
de las cuatro extremidades, lo colocaron brutalmente sobre la mesa de los
sacrificios, deteniéndolo con fuerza, con los brazos y las piernas fuera del
trozo de mezquite.
Colocado sobre la parte combada, su pecho formaba un
arco, postura necesaria para facilitar la labor del sacrificador.
Terminada que fue esta operación, el nuevo Gran Sacerdote
se aproximó (cuya edad sería igual a la del prisionero) y con mirada atenta
siguió la marcha del astro de la noche.
En el momento en que éste cruzaba el cenit, sus rayos
plateados se quebraron en la pulimentada hoja del cuchillo de obsidiana que el
Gran Sacerdote sostenía en su, mano derecha.
Como un relámpago descendió la
afilada hoja guiada por la mano del sacrificador, y con ruido seco se hundió en
el pecho de la víctima; pero longitudinalmente sin penetrar en la cavidad. El
sacrificador, con fuerza hercúlea, abrió con brutal tirón, el esternón del Apache para enseguida, con ambas manos asir el corazón palpitante para
arrancarlo con ferocidad manifiesta y fue entonces, solamente entonces, que
cesó el canto de muerte del prisionero sacrificado, sin que queja alguna se
escapara de sus labios…
podía, “en los territorios de la caza eterna”, ufanarse
de no haber claudicado.
Mientras el cuerpo del sacrificado se debatía débilmente
en las últimas convulsiones, el Gran Sacerdote se acercó al ídolo y depositó el todavía palpitante corazón en
algo así como una taza que tenía esculpida bajo la boca. Entonces, mirando ala
luna comenzó a decir:
-¡oh, madre de la noche- Muéstrame benigna con tus hijos…
que la lluvia sea abundante para que crezca el zacate y los venados estén
gordos… que la caza no huya… ciega con tus rayos a los venados para que tus
hijos tengan qué comer y no tengan hambre jamás… ¡Madre de la noche, protege a
tus hijos!
Cuando el Gran Sacerdote
se aproximó al viejo, se dio cuenta que éste había dejado de existir.
Había asistido al último sacrificio y a la consagración de su sucesor.
El nuevo Gran Sacerdote comunicó a los indios lo que
había sucedió y un coro de lamentos se dejó escuchar, lamentos que parecían
aullidos y que posiblemente turbaron el reposo da las fieras en sus cubiles.
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