lunes, 26 de marzo de 2018

LA LUNA GRANDE DE MAYO – Parte 7 - Eugenio Verástegui



En la que presume haya sido adoratorio, tiene una angosta escalera con alfardas laterales, todo construido con materiales burdos y siguiendo una técnica que coadyuvaba eficazmente a la destrucción causada por los elementos naturales.

En esta escalera las piedras que forman los escalones están sueltas, como lo están las paredes, ya que son piedras asentadas unas sobres de otras sin ligazón de ninguna especie.

Los indios, pisando con cuidado, llevaron hombros el ídolo y frente a él colocaron el cuartón esculpido.

El cuartón podría haber sido un perfecto paralelepípedo, sino fuera porque en la cara superior no presentaba una superficie plana, sino era bastante convexa cerca de uno de sus extremos, tomando la forma de una jiba.

Los indios conductores descendieron del adoratorio y, acto seguido, cuatro de los indios mejor ataviados subieron a su vez y colocaron a ambos lados del ídolo horripilante, sendos braseros de barro y sobre los encendidos tizones arrojaron, de cuando en cuando, pequeños puñados de copal, que al consumirse, impregnó la atmosfera con sutil y característico aroma.

Acto continuo, un melodía lenta y monótona se dejó oír y era ejecutada por las mujeres soplando en chirimías y pitos de barro, algunas, en tanto que otras, con suaves palmadas tocaban los pequeños teponaztles de que estaban provista.

Los indios de ricos atavíos que se encontraban sobre la plataforma del adoratorio, al mismo tiempo que cuidaban que no faltara copal en los incensarios y avivaban los carbones soplando sobre ellos, impartían órdenes, a la primera de las cuales, sus compañeros se formaron en largas filas para enseguida asumir éstas una figura circular. Otra orden y los indios comenzaron a bailar siguiendo el compás monorítmico de la melopea.

Bañados de sudor bailaron sin descanso por lo largo rato, formando caprichosas figuras, y en medio de la oscuridad reinante, aquella danza presentaba un aspecto impresionante y diabólico.

De entre el grupo de custodios que vigilaban al prisionero se elevó la voz de éste, cantando en su idioma. Cantaba su canto de muerte: “Águila de la montaña no teme a la muerte –cantaba el prisionero- Águila de la montaña ha dado muerte a siente miserables conejos y sus caballeras adornan mi wigman…

Águila de la montaña ha sido vencido porque así lo quiso el Gran Manitou… El hizo que sobre los ojos de su siervo cayera una venda que le impidió ver a estos despreciables perros de la pradera… perros que ni siquiera son coyotes… El Gran  Manitou me espera en los territorios de la caza eterna… Águila de la montaña venció al ciervo veloz en su carrera… cortó las uñas al feroz leopardo… arranco la piel y el corazón al poderoso grizzli (oso)… Águila de la montaña no teme a la muerte!

El joven prisionero, siguiendo la costumbre de las pieles rojas cuando se encuentran atados al poste de la tortura en el que recibirán espantosa muerte, cantaba sus hechos gloriosos y siguió cantando la fúnebre melopea.

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