miércoles, 21 de marzo de 2018

LA LUNA GRANDE DE MAYO – Parte 5 - Eugenio Verástegui


Apaches y comanches son tribus belicosas  que pasan el tiempo guerreando con sus vecinos, dando pruebas de una ferocidad inaudita. Sujetan a sus prisioneros terribles tormentos y en justa represalia, cuando alguno de ellos cae prisionero ya conoce la suerte que le espera, de aquí que combatan denodadamente prefiriendo recibir la muerte en pelea, antes que caer en manos del enemigo.

El prisionero termina por acuclillarse como sus congéneres, pero al contrario de éstos, que al adoptar esa postura inclinan la cabeza sobre el pecho, él permanece erguido en actitud de desafío.

Los indios reunidos en el claro del bosque suman varios millares, tres, cuatro, quizás más. Ahora todos duermen y se escucha la respiración acompasada de toda aquella gente, sin que ruido alguno diferente de la respiración, turbe el silencio. El indio no ronca.

Poco después de mediodía, el viejo da una nueva orden y los millares de indios acampados cargan con su impedimenta y se disponen a la marcha.
Cuatro indios jóvenes y robustos cogen los largueros de la angorilla, y con un trocito rítmico y veloz, echan andar por delante siendo seguidos por todos los demás.

Causa admiración la forma en que los portadores de la angarilla sortean las ramas bajas de los árboles y avanzan sin perder el compás de la marcha y así se desliza por el llano, cubierto de mezquites, huizaches granadillos, aquella tropa silenciosa.

El terreno es muy húmedo, en partes se encuentran ciénegas a las que hay que dar un rodeo, y de aquella humedad brota un vaho caliginoso provocado por los candentes rayos del sol.

Hombres, mujeres y niños trotan con el característico andar de los indios, sin que nadie se quede rezagado, ni siquiera los chicos, los que algunas ocasiones son llevados casi a rastras. El sistema es cruel, pero necesario para que sus músculos se robustezcan.

Cada determinado tiempo son revelados los conductores de la angorilla, y sin perder más tiempo que el necesario para efectuar el cambio, se reanuda la marcha.

El paisaje es de monotonía desesperante. Los mezquites, muchas veces centenarios, muestran sus troncos de un grosor extraordinario. Los huizaches ostentan sus ramas cubiertas de sus fragantes flores amarillas, sobre las que pululan millones de abejas silvestres que extraen de ellas el néctar que contienen.

Pero no solamente hay flores en los huizaches, también  las hay en la multitud de yerbas que cubren el suelo, y se ven margaritas silvestres, alfombrilla, rosa, amarilla, cempasúchil, gordolobo y el venenosísimo “toloache”, tan usado por los hechiceros para preparar su pócima secretas.

Pájaros de muy variadas especies levantan el vuelo al paso de la caravana para ir a posarse más lejos.

Pero fuera del ruido que producen las aves al volar, nada más perturba el silencio que impera en el dilatado llano.

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