Ahora ya es día claro podemos darnos cuenta de algunas
cosas más. Los indios han vuelto a su primitiva postura, todos los cuchillas,
extraen de sus “ayates” el pinole y trozos de carne seca al sol, la que comen
cruda.
Podemos ver, también, a un grupo de chichimecos de los de
más mala catadura, que no quitan el ojo de encima de otro indio, el cual, con
las manos sólidamente atadas tras la espalda, se encuentra en medio del
grupo y come de la mano de uno de sus custodios, el pinole que éste le ofrece.
Es alto, esbelto y dotado de una maravillosa musculatura.
De facciones nada repugnantes, casi puede decirse que es simpático. No es
moreno, ni negruzco como los demás indios, si no que su piel es de color
oliváceo oscuro.
Su pelo es negro y lacio como el de los pames, pero de él
solamente lleva un grueso mechón sobre la coronilla, el resto del cráneo está
completamente rapado.
La boca, de labios delgados deja entrever, cuando coge el
pinole, una soberbia y blanca dentadura y su nariz afilada y un tanto convexa por
el centro un par de ojos negros y brillantes. Se trata de un individuo que
difícilmente rebasa los veinte años y que, a juzgar por las precauciones que
extreman sus custodios, han de ser un enemigo peligroso, y así es.
El prisionero es un piel roja de la tribu de los apaches, tomado por sorpresa por los indios chichimecos en una incursión que no tenía
más objetivo que hacer un prisionero, cosa que lograron con mucho esfuerzo,
ya que el muchacho se defendió con todas las armas naturales de que podía
disponer y aunque habían ya pasado cuatro lunas desde entonces, entre los
chichimecos custodios había algunos que
presentaban heridas mal cicatrizadas de los feroces mordiscos que recibieron al
verificar la captura.
El viejo por su parte, recibió en la boca el atole que
fuera preparado batiendo un poco de pinole
en una jícara con agua.
Ya todos los indios han terminado su frugal comida; el
viejo murmura algo con su voz casi inaudible y entonces todos se echan por
tierra –exceptuando los custodios- y descansan o duermen.
Estólido, el prisionero pasea su mirada sobre los muchos
centenares de indios que le rodean, su rostro no demuestra pavor alguno, antes
bien, su expresión es reto.
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