viernes, 16 de marzo de 2018

LA LUNA GRANDE DE MAYO – Parte 3 - Eugenio Verástegui



Una línea blanquecina comienza a dibujarse por el oriente; se aproxima el alba y entre el espeso bosque se escucha el revolar de aves numerosas que se preparan para salir en busca del diario sustento.

Los primeros rayos del sol doran las copas de los árboles y en ese momento arriba al claro un inmenso contingente de indios.

Son de color “chocolate” y sus semblantes son de rasgos duros pero no demuestran ferocidad como los de los chichimecas. De estatura regular y rostros de líneas más finas y muy bien conformados. Algunos traen taparrabos o “maxtles” de fibra burda pero la inmensa mayoría, a semejanza de los chichimecos, están en cueros vivos. Y también, como los chichimecos, están armados de largos arcos; pero  además de esta arma, tienen consigo una larga lanza con punta de hueso.

En ningún vestido se deja a la vista la soberbia anatomía, y así descubierta, se puede admirar su poderosa musculatura.

En cuanto se detiene el grupo de los recién llegados, el que parece ser el jefe de los chichimecos se adelanta hacia el que se presume sea el jefe de los que acaban de arribar, ponen su mano derecha sobre el hombro contrario de cada uno y cambian rápidas palabras en un casi inaudible idioma, tras de lo cual se retira el jefe chichimeco.

Cuando el nuevo grupo entró al claro, hombre, mujeres y niños abandonaron su ancestral postura y a una cayeron de rodillas, menos los chichimecas, por lo que podemos darnos cuenta que trataban de potencia con los recién llegados.

Cuatro de éstos llevaban a hombros una especie de angarilla, un “tapeishte” formado por dos palos largos con una cubierta de varejones y zacate, sobre la reposa una figura oscura que semeja una momia. Pero no es tal, no se trata de un cadáver, sino de un viejo, tan viejo, que su cuerpo no es más que un armazón de huesos y piel, un hombre tan consumido por la edad, que su arrugada piel ha llegado a ser casi negra, lo que contrasta notablemente con sus cabellos, bigote y rala de un blanco deslumbrador.

El viejo levanta una mano y pronuncia algunas palabras en un gutural idioma, palabras que son escuchadas por sus compañeros con reverencia y atención.
Los portadores de la parihuela la depositan en el suelo, casi en postura vertical, dando el frente al poniente, hacia el lugar ocupado por los indios que antes llegaron.

El viejo vuelve a tomar la palabra en voz baja, que solamente el oído finísimo de los indios puede captar lo que dice.

Hace una señal y angarilla cambia de posición y queda de cara al oriente y al momento todos indios quedan dando de frente en la misma dirección.

Pasan unos instantes, la luz se hace más y más intensa, el sol  va aparecer. Y cuando esto sucede, un clamor se levanta entre los indios, quienes se arrodillan y hunden la cara en polvo. Permanecen así por algún tiempo y cuando el disco del sol emerge por completo en el horizonte, a una nueva orden del viejo, los indios se incorporan, levantan los brazos y se inclinan, reverentes, ante el astro diurno cuya luz invade la llanura.

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