Iglesia de San Antonio de Padua
Cuando el presbítero salía de
la parroquia de San Antonio de Padua oí pasos y voces violentas.
–Dese por arrestado por
violación a la ley de cultos.
–Permítame, dejen llevar los santos
óleos a un moribundo en la calle del Arroyo y luego los acompaño –contestó el
clérigo.
–Nada. En el infierno va a
tener mucho tiempo para poner los óleos a los que quiera. –Los soldados lo
jalonearon de los brazos y los viáticos quedaron tirados: las hostias
esparcidas y el copón invertido en el suelo.
Días atrás, este sacerdote de
actitud dura con mucha autoridad, recibía y repartía propaganda antigobiernista
y desde el púlpito incitaba:
–Esos ateos que trabajan para
el gobierno están excomulgados, qué no van a defender a la religión en nombre
de Cristo Rey.
Además, el motivo de la
detención, era por su persistencia en efectuar ceremonias religiosas en la
calle utilizando estandartes y vestimenta para oficiar misa; con lo cual,
violaba las disposiciones gubernamentales y asilar a los activistas de la Liga
Nacional de la Libertad Religiosa, con quien fijaba propaganda en las paredes
de la ciudad.
Los soldados habían
aprehendido al clérigo de tal modo que le ceñían los brazos, uno lo jalaba para
un lado y otro para el contrario, a la vez que otro soldado lo empujaban hacia
adelante, hasta que lo tiraron en una mazmorra de la Presidencia municipal a
disposición del Ministerio de Gobernación.
Momentos antes, en el
trayecto, el sacerdote rígido de orgullo miró hacia la gente que contemplaba la
escena. Los militares dejaron de jalonear al clérigo, pero seguían apuntando
con sus armas a los feligreses, aunque los fieles eran muy bravos, no lograron
ponerse de acuerdo para impedir que se llevaran a su párroco, solo se limitaban
a ver; no obstante que habían jurado esa misma mañana luchar en favor de la
libertad religiosa. El sacerdote, con los ojos inyectados de furia y la mirada
penetrante los vio con profundidad, y les dijo:
–¿Esta es la lealtad que juraron
ante Cristo Rey, para defender la religión? Por ésto, estarán desunidos por
muchos años, dispersos en sus propósitos y se disputaran las cosas más
superficiales en perjuicio de ustedes mismos. Siempre haciendo las cosas al
revés.
La expresión se oyó como
sentencia de profeta, que hasta se estremecieron los soldados que lo sujetaban
y los fieles quedaron avergonzados con las pupilas del clérigo grabadas en sus
mentes.
A los pocos meses, el primer
soldado que arrestó al sacerdote empezó a enflaquecer, sólo refería que había
perdido el apetito, otro se puso amarillo, los médicos le dijeron que se había
enfermado de mal de hígado y los curanderos, que de susto.
Por su parte, los feligreses,
por muchos años se llevaron la contraria entre ellos mismos, por su desunión no
podían sacar proyectos ni grandes ni chicos. Siempre había un díscolo que se
opusiera con un –yo no estoy de acuerdo– llevando la contraria para abortar los
proyectos, como sucedió cuando cierto alcalde quiso remozar el edificio de la
presidencia del municipio y poner en el frente el emblema nacional.
Tanto le molestó la actitud
del pueblo, que en venganza ordenó que se instalara el escudo nacional al
revés, con el águila invertida.
Muchos aducían que la
sentencia del sacerdote fue la causa de elecciones y proyectos enredados,
siempre divididos; quedando las familias peleadas y los vecinos enemistados sin
poder disolver los enconos, malogrando la prosperidad de la ciudad.
Siguieron las desuniones y una
vez concluido el conflicto Iglesia–Estado el sacerdote ya no regresó. Nadie
supo de él, pues fue uno de los desterrados durante la guerra cristera. Aunque
otro vicario conjuró la maldición, la secuela se sintió por mucho tiempo.
Los soldados que realizaron la
captura murieron pronto. El copón con las hostias quedaron convertidos en
arena, no faltó alguien que dijera que había sido un milagro de San Antonio de
Padua y los fieles empezaron a llevar flores y ofrendas como un punto de
adoración. Pero yo fui quien recogió los viáticos y los puse en lugar seguro,
guardé el secreto para sostener la versión del milagro.
José J.
Alvarado
Fotografía: Santiago Medina
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