lunes, 18 de febrero de 2019

“L"La Apócrifa historia de Rioverde” - COMPLETA - Amado Nieto Caraveo



Cuentan que la Santa Catarina era la hija de un rey egipcio muy malo, que sin más la mató porque le rezaba a un Dios sin nombre. Pero esto tiene poco que ver con la verdadera historia de la ciudad de Rioverde, mucho menos lo tiene con la falsa.

 Diversos historiadores se disputan el derecho de afirmar quién es el auténtico fundador de esta ciudad, como si ellos hubieran sido los protagonistas de la historia. Nunca le atinan.
 Por aquellas fechas, en el siglo dieciséis, la región que hoy ocupa Rioverde estaba poblada por tribus Otomíes. Luego de su colonización ha sido habitada por fantasmas.

 La gente que ha vivido en la región: españoles, mestizos y criollos (a mediados del siglo XX se agregan más españoles), al poco tiempo de llegar se desprenden de sus equipos corporales y se convierten en espíritus que, de acuerdo al caso, van a pulular a la plaza de San Antonio, al panteón municipal, las vías del ferrocarril o la casa de la familia si andan en busca de ayuda para salir del purgatorio.

La primera alma en pena famosa fue Fray Juan Bautista de Mollinedo, de quien dicen las malas lenguas, no era fraile ni repartía las aguas del Jordán. Le gustaba bañarse en el río de la región, quizás de ahí le viene el mote, porque lo bautizó con el nombre de Río Verde. Y es que resulta que por aquellos tiempos había un río y era verde, que hoy en día se ha convertido en una costra que allá de vez en cuando todavía sangra. Dicen las profecías, tan comunes en esta región, que “algún día las aguas rellenarán el cauce, arrastrando siglos de odio y progreso, y las aguas serán tan saladas como el mar”.

Rioverde reconoce a Mollinedo, oficialmente como su fundador y parar ello le ha construido una estatua en la Plazoleta de la Fundación (frente a la Parroquia), lugar muy famoso por ser la sede de conflictos entre los vendedores ambulantes y las autoridades del ayuntamiento, siempre presentes en los ayuntamientos de todo el mundo.

 También existía un colegio Mollinedo, en la calle Gabriel Martínez (antes Ponce), el que esto escribe pasó seis inolvidables años de fantasmal existencia, bajo la tutela de unas tiernas, amigables y dulcísimas monjitas, todas ellas unas hijas del Sagrado Corazón y Santa María de Guadalupe, que en vos confío.

Siguiendo la calle Gabriel Martínez, se llega a la “Y griega” de las vías del tren, que en realidad es una “O latina” deforme. En este lugar el tren se da vuelta para regresar a la estación de Pastora, de donde parte el ramal que conecta con el FFCC San Luis-Tampico, (si fuera “Y griega” sería imposible, que el tren diera vuelta).

La llegada del ferrocarril a esta ciudad, en los tiempos que siguieron a la revolución de 1910, supuso la inminente (e impostergable) modernización de la ciudad. Las minas de la zona media del Estado de San Luis Potosí albergaban grandes cantidades de piedras que una vez exportadas al extranjero adquieren un gran valor.

Las voraces compañías mineras (las compañías mineras siempre son voraces en tanto que devoran la tierra sin misericordia), sentaron sus reales en Rioverde y llenaron los patrios del ferrocarril con montañas de rocas pulverizadas. La principal de ellas era la fluorita, de donde se saca un producto contenido en la pasta de dientes (dentífrico dicen en los cuentos de Archi), que dizque para la prevención de la caries. Desgraciadamente para los que de ello se mantenían, algo ocurrió en el mercado de valores de los dentífricos, porque de un decenio para acá ya no es costeable la producción de fluorita en Rioverde, y por ello ha desaparecido del Directorio Mundial de Exportadores de Fluorita.

Los protoespíritus rioverdenses siempre andan pensando en figurar en alguna estadística nacional o mundial de relevancia: que si rompimos el récord de temperatura, que si vendieron un millón de cervezas Carta Blanca, que si sobre el manantial de La Media Luna apareció un artículo en una revista alemana (Der Haffenmiinner un Rioverdrich), que si al Santo Papa le dieron el más dulce jugo de naranjas que jamás haya probado, etcétera. Así pues “El Día en que se acabó la Fluorita” significó luto regional, principalmente para los cientos de choferes de camiones de mineral que se quedaron sin chamba.

Una visita a los patios del ferrocarril referiría la inequívoca existencia de ánimas legendarias. Hace muchos años que la vía del tren funcionaba de frontera entre el pueblo de Rioverde y la Villa del dulce Nombre de Jesús (hoy Ciudad de Zenón Fernández). La rivalidad era (y sigue siendo) tan grande entre los pobladores de ambas regiones que durante décadas la vía fue escenario de cruentas batallas, casi siempre relacionadas con amores imposibles. Tan parece que ganaron los de Rioverde porque en la actualidad el límite entre ambas ciudades se sitúa un kilómetro más hacia el oeste (y porque las mujeres de la otrora villa viven en Rioverde).

No obstante la “Tragedia de la Fluorita”, seguimos presentes en los Directorios Mundiales de Exportadores de Cacahuete y Miel de Abeja. Esta última la producen los habitantes del ejido “Puente del Carmen”, claro está por intermedio de las abejas. Por ser el azahar del naranjo la flor predominante en la región, la miel de colmena de Rioverde tiene propiedades enervantes y alucinatorias, lo cual acaba explicando siglos de conducta aberrante de sus pobladores. De la miel se extrae una droga llamada “azarine” que administrada a dosis bajas produce buena suerte, pero en muchas cantidades sus consecuencias son catastróficas.

Hubo un tiempo en que la gente sembraba cañas de azúcar y había molinos por doquier. Para los niños de entonces la mayor diversión era asistir a la molienda de la caña y paladear los productos intermedios del piloncillo. Subsisten algunos esqueletos de molinos, objetos de ornato, curiosidad, o vanidad, que nada significa para los actuales niños del video.

 Los principales productos agrícolas de la región son el chile y la naranja. Hay jitomates, cuando se salvan del granizo; aguacates, cuando no se hielan; melones y sandías, cuando no se inundan. Nadie se explica la presencia continua de la tragedia agrícola, pero siempre este año ha sido el peor de todos.

La historia registra una excepción, cuando el auge llegó a Rioverde por misteriosos y cuestionables caminos, que la ley se encargó de echar a perder al tipificarlos como delitos contra la salud.

La tragedia es la esencia de la vida en Rioverde. Si no aparece, hay que inventarla. Existen tres Tragedias Mayores en la mitología naranjópolitana. Dos de ellas se encuentran ampliamente documentadas en el dossier “Tragediario de Rioverde” que se encuentra en la Biblioteca Pública Municipal (en la plaza de San Juan), y son “La Quemazón de La Fama” y “El Derrumbe de la Torre de la Parroquia de Santa Catarina”, la tercera tragedia aún no ha ocurrido, pero el alma del rioverdense la ansía: “El Desplome del Puente Verástegui”.

Por supuesto que en Rioverde ocurrieron batallas gloriosas durante la revolución, ¿dónde no?, el problema es que el más minucioso análisis histórico no ha podido dilucidar si en “La Batalla de las Calaveras” los federales defendían la plaza o se querían apoderar de ella. Se desconoce la importancia estratégica que hubiera podido tener el control de una región aislada entre dos serranías escabrosas y con un río a medio secarse. Seguro que los altos mandos de los ejércitos en combate ni se hayan enterado de los zafarranchos y que todo fue pretexto para los caciques locales.

En Rioverde la historia transcurre con lentitud, cuando transcurre. Varios años después nos enteramos que La Nueva España había cedido el paso a México y todavía hay algunos viejitos de la “Calle del Comercio” que preguntan por Maximiliano. 

Todos estos “hechos históricos” han sido saqueados de Rioverde, al igual que las piezas arqueológicas de la Media Luna. Subsiste, como quiera, el ánimo trágico, única posibilidad de rastrear un pasado donde siempre es de tarde, huele a azahares, se comen cañas, y de un momento a otro ocurrirá una novedad, que siempre es la misa, porque ya está dicha, por los siglos de los siglos.

Fotografía: Elena Rodríguez de la Tejera

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