Era el día cinco de octubre del año de 1972. La mayoría de
los peregrinos que habían asistido a las fiestas patronales en Real de Catorce,
cansados, desvelados, hambrientos, con frío y con los pies adoloridos, ya lo
único que deseaban era llegar a la estación Catorce, en el bajío, para tomar el
tren y comenzar el camino de regreso hacia sus hogares; acariciando la
esperanza de que en el próximo tren a llegar hubiera asientos disponibles, para
descansar de la larga caminata cuesta abajo del Real a la estación.
Don Rogelio, ferviente devoto del Santo venerado en Real de
Catorce, había asistido con su esposa Martha y su hija recién nacida,
acompañado también por sus hermanas y su madre, a dar gracias por la nueva vida
con que Dios los había premiado.
Su madre y hermanas habían llegado dos días antes que ellos,
por lo que esa mañana, habían partido también, primero que ellos, en uno de los
trenes con destino a Saltillo para posteriormente, trasbordar a un autobús a la
ciudad de Monterrey.
Ya que los más buscados eran los trenes de la mañana,
Rogelio había decidido partir en el tren de las diez de la noche, con la
esperanza de encontrar asiento y poder descansar en el trayecto. La mayoría de
los peregrinos, boleto en mano, ya esperaban el tren con destino a la ciudad de
Monterrey, Nuevo León, que llegó puntual con sus 22 vagones.
Como venía ya con
pasajeros de San Luís, se llenaría a sobre cupo. Y entre empujones casuales y
abiertos aventones por ganar un lugar, llegó a un lleno total no quedando
asiento para ellos y otras muchas personas que también habían esperado durante
horas. Un poco tristes y acongojados por la situación y el cansancio del que ya
eran presas, por sólo pensar en pasar un día más en la estación, no les quedó
otra alternativa que quedarse arriba del tren y soportar el viaje de pie, con
la esperanza de que en algunas estaciones posteriores, se fuera desocupando
poco a poco.
Rogelio todavía recuerda cómo vio que en las escaleras, en
pequeños espacios, y hasta en los baños, había pasajeros amontonados. De
pronto, un vocerío que provenía de uno de los carros vecinos, le llamó la
atención; y al voltear hacia la puerta para ver qué sucedía, vio a un anciano de
aproximadamente ochenta años de edad, con sombrero de palma, con ropas muy
humildes en color blanco, y con un bordón en la mano, que venía del vagón
contiguo.
El viejo, abriéndose espacio entre los pasajeros, algo decía
llamando a todos los viajeros, por lo que Rogelio trató de prestarle atención.
Sin poder escucharlo claramente, se acercó lo más que pudo, y escuchó que el
venerable viejo suplicaba a todos los pasajeros que por favor se bajaran del
tren.
_ Háganme caso... Soy un enviado de Dios... Tengo la
encomienda de avisarles que este tren, no va a llegar a Saltillo. Muchos van a
morir... El infierno ya viene... Un accidente viene... El tren va a
descarrilar... -Pedía con tanta desesperación y vehemencia que creyeran en sus
palabras, que mucha gente se miraba entre sí en la duda de creerle o no.
Muchos
de los que ya tenían su asiento, hacían caso omiso a las palabras del anciano;
otros, simplemente decían que el pobre viejo estaba loco y ya veía visiones por
lo avanzado de su edad o, quizás, estaba borracho. Era tanto el cansancio de
los peregrinos que muchos, sin siquiera haber comenzado la marcha, ya estaban
profundamente dormidos.
La insistencia del anciano puso nerviosa a Martita, esposa
de Rogelio, y volteando a ver a su marido, con gran preocupación le suplicó que
hicieran caso de sus palabras. Esto provocó una discusión entre la pareja. El
tren ya comenzaba a dar indicios de comenzar su marcha cuando, Rogelio, con
gran mortificación y a regañadientes, bajó del tren al frío de la noche con su
hija en brazos y seguido de su esposa.
No fueron los únicos, aunque sí pocas fueron las personas
que bajaron del tren ante el aviso del anunciado accidente. El tren ya se
perdía en la noche y algunos, planeaban tomar el tren a San Luís y, ya en la
estación, regresarse en el tren para así, asegurar un asiento y poder descansar
en el largo regreso.
Era la cerca de las 11:00 de la noche, cuando un tren
carguero arribó a la estación Catorce con rumbo a San Luís. Rogelio, en
compañía de otras personas que planeaban lo mismo, se acercó al maquinista
tratando de conseguir un “raid” a la capital potosina. Estaban hablando con él
cuando, de pronto, se sintió y escuchó como si las vías hubieran sufrido un
ruidoso sacudimiento. Algo había sucedido a la distancia.
A la mañana siguiente, ya en la estación de San Luís Potosí,
la pareja se enteró de la tragedia ocurrida al tren peregrino a las 10:45 de la
noche. En la curva de Moreno, el convoy con sus veintidós vagones, se había
desbarrancado a una velocidad de ciento veinte millas por hora, quedando los
furgones apilados unos sobre otros, como piezas de dominó.
Entre llantos y gritos desquiciantes, el infierno anunciado
había llegado, terminando con la vida de cientos de personas que quedaron
prensadas y destrozadas entre hierros retorcidos. Cifras no oficiales hablan de
más de cuatrocientos muertos, muchos heridos y mutilados en brazos y piernas, o
con quemaduras de primero, segundo y tercer grado. Más de mil trescientas
víctimas en aquel fatal accidente.
Estaba de pie, en silencio, elegantemente ataviada de blanco
y largo vestido, parada al inicio de la curva, como esperando por alguien, ¡…o
por algo! Lo jóvenes, desde las ventanillas le gritaban que se subiera o le
dirigían lo mismo piropos que sandeces; pero la bella, extrañamente, nunca se
dignó siquiera a darles la cara. Con aquella gran tragedia, la madre de Rogelio
estaba segura que era La Muerte en persona, haciendo guardia, esperando
pacientemente cumplir con la misión que el Altísimo le había encomendado.
La tragedia enlutó muchos hogares en los estados de San
Luís, Coahuila y Nuevo León. Pero los que no tomaron el tren aquella fatídica
noche, o se bajaron atendiendo las súplicas del fatal profeta, en sus corazones
no dejaban de dar gracias al extraño anciano que les había advertido de la
tragedia.
A tantos años de estos hechos, Rogelio y cuantos lo vieron y
escucharon sus advertencias, están convencidos, que fue el mismo San Francisco
quien, en el afán de proteger a sus fieles, se les había presentado para
advertirles de la muerte colectiva que les esperaba en aquel fatídico “Tren de
la Muerte”
Fernando Chavira López
Texto y fotografía
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