LA LUNA GRANDE DE MAYO
Eugenio Verástegui
En sus cabezas, sin nada que las cubra, podemos
distinguir su caballera de color negro verdoso, cabellera de pelos gruesos que
llevan muy crecida, tanto los varones como las mujeres y tanto unos como otras,
la llevan atada con una angosta cinta de color rojo. Todos caminan descalzos.
Si pudiéramos trasladarnos con el pensamiento a un lugar
muy distante de éste en que nos encontramos, podríamos ver a otro grupo de
indios que, como éstos, han abandonado su ranchería, y como los otros, tomar
rumbo al sur.
Aunque sus vestiduras son
iguales, su físico discrepa notablemente de los que ya hemos visto. Sus
facciones son más suaves, sin que por esto pueda decirse que son hermosas, su
cabello es negro y lacio, algo grueso y en sus ojos almendrados y negros se
nota un natural que puede sr bondadoso o abúlico.
Los primeros son indios mascorros, los segundos pames.
El claro en cuestión debe ser un sitio destinado a una
concentración, lugar al que arribaron los primeros, aquellos indios a los que
hemos seguido. Más no tardan en llegar otros numerosos grupos de indios, entre
los que, además de pames y mascorros, se veían “negritos”, alacasabes,
pinsones, (mecos) guanacapiles y tulas. Y si al principio eran centenares, no
tardaron en ser varios millares los asistentes.
Los indios, sentados en cuclillas, como es costumbre
entre ellos, conservaban en voz tan baja que parecía un susurro y al dirigirse
uno a otro, se miraban fijamente, como si se pretendiera con ello “escuchar”,
con los ojos, en lugar de con los oídos, mirando los labios de su interlocutor.
Y solamente el ejercitado y sutil oído indio podía percibir aquel murmullo.
Delgados, de aventajada estatura, muy bien musculados y
de color más bien negro, cabellera espesa y muy larga. Sus rostros, alargados y
emaciados, tenían una expresión de ferocidad
acentuada por la mirada aviesa de sus negros ojos.
Si bien los antes llegados, algunos andaban “ya”
vestidos, muchos más solamente traían un “maxtle” (taparrabo) confeccionado ya
con algodón, ya con ixtle de maguey “manso”, los recién llegados estaban por
completo desnudos y la piel negra que revestía sus magros cuerpos, dejaba ver
la soberbia musculatura de que estaban dotados.
Y seguían llegando parvadas de indios procedentes de los
tres rumbos cardinales opuestos al sur. En cuanto arriba un grupo, los hombres
que lo integran ponen en alto la mano derecha y a coro lanzan una gutural
exclamación, que debe ser saludo, el que es contestado por los ya reunidos, sin
que las mujeres tomen parte en ello.
Los chichimecas desdeñaron este acto de cortesía, como
tampoco saludaron a su arribo.
Una línea blanquecina
comienza a dibujarse por el oriente; se aproxima el alba y entre el espeso
bosque se escucha el revolar de aves numerosas que se preparan para salir en
busca del diario sustento.
Los primeros rayos del sol doran las copas de los árboles
y en ese momento arriba al claro un inmenso contingente de indios.
Son de color “chocolate” y sus semblantes son de rasgos
duros pero no demuestran ferocidad como los de los chichimecas. De estatura regular
y rostros de líneas más finas y muy bien conformados.
Algunos traen taparrabos
o “maxtles” de fibra burda pero la inmensa mayoría, a semejanza de los
chichimecos, están en cueros vivos. Y también, como los chichimecos, están
armados de largos arcos; pero además de
esta arma, tienen consigo una larga lanza con punta de hueso.
En ningún vestido se deja a la vista la soberbia
anatomía, y así descubierta, se puede admirar su poderosa musculatura.
En cuanto se detiene el grupo de los recién llegados, el
que parece ser el jefe de los chichimecos se adelanta hacia el que se presume
sea el jefe de los que acaban de arribar, ponen su mano derecha sobre el hombro
contrario de cada uno y cambian rápidas palabras en un casi inaudible idioma,
tras de lo cual se retira el jefe chichimeco.
Cuando el nuevo grupo entró al claro, hombre, mujeres y
niños abandonaron su ancestral postura y a una cayeron de rodillas, menos los
chichimecas, por lo que podemos darnos cuenta que trataban de potencia con los
recién llegados.
Los portadores de la parihuela la depositan en el suelo,
casi en postura vertical, dando el frente al poniente, hacia el lugar ocupado
por los indios que antes llegaron.
El viejo vuelve a tomar la palabra en voz baja, que
solamente el oído finísimo de los indios puede captar lo que dice.
Permanecen así por algún tiempo y cuando el disco del sol
emerge por completo en el horizonte, a una nueva orden del viejo, los indios se
incorporan, levantan los brazos y se inclinan, reverentes, ante el astro diurno
cuya luz invade la llanura.
Ahora ya es día claro podemos darnos cuenta de algunas
cosas más. Los indios han vuelto a su primitiva postura, todos los cuchillas,
extraen de sus “ayates” el pinole y trozos de carne seca al sol, la que comen
cruda.
Este indio está completamente desnudo y se nota
enseguida que es de una raza diferente.
No es
moreno, ni negruzco como los demás indios, si no que su piel es de color
oliváceo oscuro. Su pelo es negro y lacio como el de los pames, pero de él
solamente lleva un grueso mechón sobre la coronilla, el resto del cráneo está
completamente rapado.
Su boca, de labios delgados deja entrever, cuando coge el
pinole, una soberbia y blanca dentadura y su nariz afilada y un tanto convexa por
el centro un par de ojos negros y brillantes. Se trata de un individuo que
difícilmente rebasa los veinte años y que, a juzgar por las precauciones que
extreman sus custodios, han de ser un enemigo peligroso, y así es.
En cuanto terminó de comer el pinole, los custodios
pusieron en su boca un trozo de carne que fue devorado con avidez; un buen
sorbo de agua de uno de los guajes de los chichimecos rubricó el almuerzo.
El viejo por su parte, recibió en la boca el atole que
fuera preparado batiendo un poco de pinole
en una jícara con agua.
Estólido, el prisionero pasea su mirada sobre los muchos
centenares de indios que le rodean, su rostro no demuestra pavor alguno, antes
bien, su expresión es reto.
Los indios reunidos en el claro del bosque suman varios
millares, tres, cuatro, quizás más. Ahora todos duermen y se escucha la
respiración acompasada de toda aquella gente, sin que ruido alguno diferente de
la respiración, turbe el silencio. El indio no ronca.
Poco después de mediodía, el viejo da una nueva orden y
los millares de indios acampados cargan con su impedimenta y se disponen a la
marcha.
Cuatro indios jóvenes y robustos cogen los largueros de
la angorilla, y con un trocito rítmico y veloz, echan andar por delante siendo
seguidos por todos los demás.
El terreno es muy húmedo, en partes se encuentran
ciénegas a las que hay que dar un rodeo, y de aquella humedad brota un vaho
caliginoso provocado por los candentes rayos del sol.
Hombres, mujeres y niños trotan con el característico
andar de los indios, sin que nadie se quede rezagado, ni siquiera los chicos,
los que algunas ocasiones son llevadas casi a rastras. El sistema es cruel,
pero necesario para que sus músculos se robustezcan.
Cada determinado tiempo son revelados los conductores de
la angorilla, y sin perder más tiempo que el necesario para efectuar el cambio,
se reanuda la marcha.
El paisaje es de monotonía desesperante. Los mezquites,
muchas veces centenarios, muestran sus troncos de un grosor extraordinario. Los
huizaches ostentan sus ramas cubiertas de sus fragantes flores amarillas, sobre
las que pululan millones de abejas silvestres que extraen de ellas el néctar
que contienen.
A una orden del viejo que yacía en la angarina, los
indios hicieron una nueva colocación y en cuanto terminaron, los indios que
acompañaban al viejo requirieron de las mujeres los ayates que éstas habían
llevado a la espalda.
De aquellas redes de ixtle extrajeron “maxtles” de
algodón recamados con plumas de vistosos colores, penachos de ondulantes plumas
adornados con espejos de obsidiana, pulsera y ajorcas y, por último, unas
pequeñas vasijas conteniendo pinturas: roja, negra y amarilla.
Aquellos de los acompañantes del viejo que andaban
semivestidos, se desnudaron del todo y tanto ellos como los que andaban
totalmente desnudos, se echaron encima sus vistosos ropajes, colocaron en la
cabeza sus ondulantes penachos y, enseguida, unos a otros se hicieron tatuajes
y dibujos en el rostro y las partes visibles de sus cuerpos.
Llegó un grupo de rezagados que se habían entregado a
cierta misteriosa tarea no lejos del lugar, y en cuanto comunicaron al viejo
que el trabajo que se les encomendara estaba ya terminado, vistieron, a su vez,
sus esplendentes ropajes.
Cuando terminaron de vestirse ya era noche cerrada y todo
esto lo hicieron en la más completa oscuridad. Luego, tomando la delantera, los
portadores de la parihuela echaron a andar hasta llegar a un sitio no lejano
del lugar en que se encontraban, siendo seguidos por los compañeros vistosamente
ataviados y el resto de los indios congregados.
La tarea desempeñada por el grupo de indios escogidos
para el caso, había consistido en abrir un hoyo inmenso, para hacer el cual se
habían valido de palos aguzados y de las uñas.
Con suma reverencia los indios extrajeron el ídolo y el
cuartón y los condujeron, no lejos de allí, a una explanada bastante grande, en
la que no había arbusto de ninguna clase, solamente hierbas que
instantáneamente quedaron aplastadas bajo los pies de la inmensa muchedumbre.
Todas estas construcciones, a las que pudiéramos llamar
pirámides, presentaban claras huellas de los desperfectos que el tiempo había
causado y que no había sido reparado.
Los indios, pisando con cuidado, llevaron hombros el
ídolo y frente a él colocaron el cuartón esculpido.
Acto continuo, un melodía lenta y monótona se dejó oír y
era ejecutada por las mujeres soplando en chirimías y pitos de barro, algunas,
en tanto que otras, con suaves palmadas tocaban los pequeños teponaztles de que
estaban provista.
Los indios de ricos atavíos que se encontraban sobre la
plataforma del adoratorio, al mismo tiempo que cuidaban que no faltara copal en
los incensarios y avivaban los carbones soplando sobre ellos, impartían
órdenes, a la primera de las cuales, sus compañeros se formaron en largas filas
para enseguida asumir éstas una figura circular.
Otra orden y los indios
comenzaron a bailar siguiendo el compás monorítmico de la melopea.
Bañados de sudor bailaron sin descanso por lo largo rato,
formando caprichosas figuras, y en medio de la oscuridad reinante, aquella
danza presentaba un aspecto impresionante y diabólico.
De entre el grupo de custodios que vigilaban al
prisionero se elevó la voz de éste, cantando en su idioma. Cantaba su canto de
muerte: “Águila de la montaña no teme a la muerte –cantaba el prisionero-
Águila de la montaña ha dado muerte a siente miserables conejos y sus
caballeras adornan mi wigman…
perros que ni
siquiera son coyotes… El Gran Manitou me espera en los territorios de la caza
eterna…
Águila de la montaña venció al ciervo veloz en su carrera… cortó las
uñas al feroz leopardo… arranco la piel y el corazón al poderoso grizzli (oso)…
Águila de la montaña no teme a la muerte!
El joven prisionero, siguiendo la costumbre de las pieles
rojas cuando se encuentran atados al poste de la tortura en el que recibirán
espantosa muerte, cantaba sus hechos gloriosos y siguió cantando la fúnebre
melopea.
La oscuridad se hizo más intensa, como sucede antes que
la luna haga su aparición. Un vago fulgor en el oriente anunció que el astro de
la noche no tardaría en dejarse ver, y entonces, reinó el más completo silencio
entre los indios. También el prisionero dejó de entonar su fúnebre canto.
El disco brillante de la luna emergió las cumbres de las
lejanas montañas y un gran clamor saludó su aparición.
Los indios se prosternaron por un momento y luego, al
incorporarse, con los brazos en alto hicieron tres reverencias en honor del
agentando disco.
Fue entonces que el viejo, recostado en la parihuela
colocada casi verticalmente, hablo con voz un poco más fuerte:
-Les hablo yo, el Gran Sacerdote, para decirles que veo
con dolor que cada vez que nos reunimos a dar culto a los dioses que nos
legaron nuestros antepasados, somos menos los que concurrimos a este lugar…
y también unos
collares de cuentas negras que dicen “rosarios”… Yo soy ya muy viejo… siete
veces veinte he visto florecer la tierra… mis brazos ya no tienen la fuerza
suficiente para consumar el sacrificio… pero aquí está el hijo del hijo de mi
hijo, quien a mi muerte será quien lo guíe… Él tiene los secretos de nuestros
dioses…
él sabe ya platicar con ellos… él será mi heredero… para
que los haga luchar por conservar las tradiciones de nuestra raza… Quizá esta
noche será la postrera de mi vida… me siento muy débil pero por lo menos habré
visto una vez más la fiesta de la Gran Luna… la Gran Luna que ha engordado
veinte días y ocho más…
Y dirigiéndose a un indio que se encontraba acurrucado
cerca de él, dijo:
Levántate tú, el hijo del hijo de mi hijo…
El indio obedeció y se pudo notar que era muy joven.
Revestido ya con parte de los ornamentos del ritual, consistente en un “maxtle”
primorosamente bordado con plumas de exóticos pájaros, una capa de pieles de
jaguar, ajorcas de oro en los tobillos y sobre el pecho un riquísimo pectoral
que tenía grabadas misteriosas figuras.
-¡Arrodíllate! –ordenó el viejo y su biznieto obedeció,
colocándose cerca de él. Entonces el viejo tomó de junto a sí, un enorme y
afilado cuchillo de obsidiana que el joven tomó con reverencia, luego, la
máscara de los sacrificios máscara horrenda adornada con un par de cuernos de
cíbolo, fue colocada sobre su cabeza por la propia mano del viejo sacerdote
quien, al terminar der hacerlo, dijo:
-Te hago entrega de los arreos de Gran Sacerdote… desde
este momento ya lo eres y todos te deberán respeto y obediencia… comenzando por
mí que ya no soy nada…
-¡Que siga la danza sagrada¡
Y mientras los indios se entregaban con frenesí a la
danza ritual, el prisionero siguió entonado su canto de muerte.
El astro de la noche siguió su carrera y en el momento en
que se aproximaba al cenit, el viejo murmuró algo y su biznieto dio una orden a
los guardianes del comanche.
Colocado sobre la parte combada, su pecho formaba un
arco, postura necesaria para facilitar la labor del sacrificador.
En el momento en que éste cruzaba el cenit, sus rayos
plateados se quebraron en la pulimentada hoja del cuchillo de obsidiana que el
Gran Sacerdote sostenía en su, mano derecha.
Como un relámpago descendió la
afilada hoja guiada por la mano del sacrificador, y con ruido seco se hundió en
el pecho de la víctima; pero longitudinalmente sin penetrar en la cavidad.
El
sacrificador, con fuerza hercúlea, abrió con brutal tirón, el esternón del Apache para enseguida, con ambas manos asir el corazón palpitante para
arrancarlo con ferocidad manifiesta y fue entonces, solamente entonces, que
cesó el canto de muerte del prisionero sacrificado, sin que queja alguna se
escapara de sus labios… podía, “en los territorios de la caza eterna”, ufanarse
de no haber claudicado.
Mientras el cuerpo del sacrificado se debatía débilmente
en las últimas convulsiones, el Gran Sacerdote se acercó al ídolo y depositó el todavía palpitante corazón en
algo así como una taza que tenía esculpida bajo la boca. Entonces, mirando a la
luna comenzó a decir:
No duró mucho esto. El nuevo Sacerdote dio una orden y el
ídolo, lo mismo que el madero de los sacrificios fue conducido al lugar de
donde fueran extraídos y en un momento quedaron sepultados.
Luego, los indios se despojaron de los vestidos de
ceremonia, las pinturas fueron arrancadas restregándolas con tierra y en pocos
momentos quedaron igual que antes, es decir, unos semivestidos y otros
completamente en cueros. Levantaron la parihuela con el cadáver del viejo y sin
más tardanza se pusieron en marcha.
El cuerpo del sacrificado fue abandonado para pasto de
buitres y coyotes… por entre el espeso bosque que cubre el inmenso llano de
Rioverde, se desliza aquella columna de gente que camina sin ruido y sin
pronunciar palabra…
Es esto, una reconstrucción de la tradición que un pame,
oriundo de Guaxcamá, que había peleado contra la intervención Francesca y peón
del padre del que esto escribe, allá por 1911, relató más o menos, lo que
sirvió para componer esta relación.
Lo curioso del caso que Sostenes Ortiz, pame de pura raza
decía que él ya no era indio, pues había olvidado “la” idioma y nada más
hablaba “castilla”. Y ¿Quiénes serían esos indios guerreros que venían del
norte trayendo consigo a su sacerdote?
¿Por qué los “mecos” (así decía Sostenes a los
chichimecos) trataban de poder a poder con los otros y se encargaban de apresar
a la víctima propiciatoria?
Y el tal sacrificio podía haber tenido lugar, en los cúes
que se encuentran en el ejido de la Loma, o bien en la recién semi explanada
(actualmente) zona arqueológica de “La Manzanilla”, situada en el ejido de “El
Refugio”, C. Fernández. Zona que acusa haber tenido, en época muy remota, una
gran densidad de población.
Y hay más. En un fragmento de hoja con escritura que se
estilaba en la mitad del siglo XVII, (que se encuentra en el archivo de la
Parroquia), entre otras cosas se lee, (incompleta) esta frase:… y se queja el
padre Oviedo, que en algunas noches los indios abandonan el pueblo y se van a
los montes seguramente a practicar sus idolatrías y no quieren decir ni…
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