martes, 3 de abril de 2018

Novela completa - LA LUNA GRANDE DE MAYO - Eugenio Verastegui

                                           
  
                                            LA LUNA GRANDE DE MAYO
                                                                                            Eugenio Verástegui

¡Qué!  Son fantasmas esos bultos blancos que parecen deslizarse por la vereda en esta primera hora de la madrugada grande.

Pues si no lo son, se puede incurrir en el error de tomarlos portales, ¡caminan tan  silenciosamente! 

Y es un grupo bastante numeroso en el que podemos distinguir – si agudizamos la mirada lo suficiente para penetrar las densas tinieblas, ya que el cielo está cubierto de gruesas nubes que está formado por hombres, mujeres y niños. ¿Es el éxodo en masa de todo un pueblo? ¿Porque parece que todos ellos llevan sobre sus espaldas bultos que se antojan muy pesados?

Cuando ya nos familiarizamos lo suficiente para distinguir de lo que se trata, en medio de la oscuridad, vemos que aquellas gentes son indios; puros  de tostado color casi negros. Indios de escaso bigote y ralas barbas en los adultos y ancianos, imberbes los muchachos ya casi hombre.

Sus toscas fisonomías, exentas en lo absoluto de cualquier rasgo de belleza, parecen talladas en granito. Y  ellos, los hombres, son individuos, de estatura regular. Ellas, un poco más bajas de cuerpo, mal formadas y con un físico rayando en la fealdad.

Los hombres visten un corto calzón de burda manta, y una “cotona”-camisa sin mangas ni cuello y que se encaja por la cabeza- que les cubre el busto; las mujeres llevan, arrollado a la cintura, el clásico “huipil” de color oscuro y una especie de manteleta que les cubre la espalda y que la llevan anudada sobre el pecho, dejando los senos y el vientre al descubierto.

En sus cabezas, sin nada que las cubra, podemos distinguir su caballera de color negro verdoso, cabellera de pelos gruesos que llevan muy crecida, tanto los varones como las mujeres y tanto unos como otras, la llevan atada con una angosta cinta de color rojo. Todos caminan descalzos.

Si esos indios andan ya vestidos, indica que son indios doctrinados y, si hemos visto que llevan todo su pelo, y no a la “balcarrota” –tocado que usaban los indios dejando colgar sobre las orejas, grandes mechones de pelo y el sobrante rapado- indica que son indios “nobles”.

Si pudiéramos trasladarnos con el pensamiento a un lugar muy distante de éste en que nos encontramos, podríamos ver a otro grupo de indios que, como éstos, han abandonado su ranchería, y como los otros, tomar rumbo al sur.

Aunque sus vestiduras son iguales, su físico discrepa notablemente de los que ya hemos visto. Sus facciones son más suaves, sin que por esto pueda decirse que son hermosas, su cabello es negro y lacio, algo grueso y en sus ojos almendrados y negros se nota un natural que puede sr bondadoso o abúlico.

Los primeros son indios mascorros, los segundos pames.

El claro en cuestión debe ser un sitio destinado a una concentración, lugar al que arribaron los primeros, aquellos indios a los que hemos seguido. Más no tardan en llegar otros numerosos grupos de indios, entre los que, además de pames y mascorros, se veían “negritos”, alacasabes, pinsones, (mecos) guanacapiles y tulas. Y si al principio eran centenares, no tardaron en ser varios millares los asistentes.

Los indios, sentados en cuclillas, como es costumbre entre ellos, conservaban en voz tan baja que parecía un susurro y al dirigirse uno a otro, se miraban fijamente, como si se pretendiera con ello “escuchar”, con los ojos, en lugar de con los oídos, mirando los labios de su interlocutor. Y solamente el ejercitado y sutil oído indio podía percibir aquel murmullo.

Y de pronto, hasta ese murmullo se apagó. Acaba de arribar un grueso contingente de indios pero la raza diferente.

Delgados, de aventajada estatura, muy bien musculados y de color más bien negro, cabellera espesa y muy larga. Sus rostros, alargados y emaciados, tenían una  expresión de ferocidad acentuada por la mirada aviesa de sus negros ojos.

Si bien los antes llegados, algunos andaban “ya” vestidos, muchos más solamente traían un “maxtle” (taparrabo) confeccionado ya con algodón, ya con ixtle de maguey “manso”, los recién llegados estaban por completo desnudos y la piel negra que revestía sus magros cuerpos, dejaba ver la soberbia musculatura de que estaban dotados.

Y otra cosa más: todos los indios traían consigo pequeños arcos y pequeñas flechas, armas de cacería, en tanto que los recién llegados traían unos descomunales arcos de la medida de su estatura y larguísimas flechas con puntas de hueso. Estos indios eran temidos “chichimecas”, terror de los pobres indios de las demás tribus.

Y seguían llegando parvadas de indios procedentes de los tres rumbos cardinales opuestos al sur. En cuanto arriba un grupo, los hombres que lo integran ponen en alto la mano derecha y a coro lanzan una gutural exclamación, que debe ser saludo, el que es contestado por los ya reunidos, sin que las mujeres tomen parte en ello.

Los chichimecas desdeñaron este acto de cortesía, como tampoco saludaron a su arribo.

Una línea blanquecina comienza a dibujarse por el oriente; se aproxima el alba y entre el espeso bosque se escucha el revolar de aves numerosas que se preparan para salir en busca del diario sustento.

Los primeros rayos del sol doran las copas de los árboles y en ese momento arriba al claro un inmenso contingente de indios.

Son de color “chocolate” y sus semblantes son de rasgos duros pero no demuestran ferocidad como los de los chichimecas. De estatura regular y rostros de líneas más finas y muy bien conformados. 

Algunos traen taparrabos o “maxtles” de fibra burda pero la inmensa mayoría, a semejanza de los chichimecos, están en cueros vivos. Y también, como los chichimecos, están armados de largos arcos; pero  además de esta arma, tienen consigo una larga lanza con punta de hueso.

En ningún vestido se deja a la vista la soberbia anatomía, y así descubierta, se puede admirar su poderosa musculatura.

En cuanto se detiene el grupo de los recién llegados, el que parece ser el jefe de los chichimecos se adelanta hacia el que se presume sea el jefe de los que acaban de arribar, ponen su mano derecha sobre el hombro contrario de cada uno y cambian rápidas palabras en un casi inaudible idioma, tras de lo cual se retira el jefe chichimeco.

Cuando el nuevo grupo entró al claro, hombre, mujeres y niños abandonaron su ancestral postura y a una cayeron de rodillas, menos los chichimecas, por lo que podemos darnos cuenta que trataban de potencia con los recién llegados.

Cuatro de éstos llevaban a hombros una especie de angarilla, un “tapeishte” formado por dos palos largos con una cubierta de varejones y zacate, sobre la reposa una figura oscura que semeja una momia. Pero no es tal, no se trata de un cadáver, sino de un viejo, tan viejo, que su cuerpo no es más que un armazón de huesos y piel, un hombre tan consumido por la edad, que su arrugada piel ha llegado a ser casi negra, lo que contrasta notablemente con sus cabellos, bigote y rala de un blanco deslumbrador.

El viejo levanta una mano y pronuncia algunas palabras en un gutural idioma, palabras que son escuchadas por sus compañeros con reverencia y atención.
Los portadores de la parihuela la depositan en el suelo, casi en postura vertical, dando el frente al poniente, hacia el lugar ocupado por los indios que antes llegaron.

El viejo vuelve a tomar la palabra en voz baja, que solamente el oído finísimo de los indios puede captar lo que dice.

Hace una señal y angarilla cambia de posición y queda de cara al oriente y al momento todos indios quedan dando de frente en la misma dirección.

Pasan unos instantes, la luz se hace más y más intensa, el sol  va aparecer. Y cuando esto sucede, un clamor se levanta entre los indios, quienes se arrodillan y hunden la cara en polvo. 

Permanecen así por algún tiempo y cuando el disco del sol emerge por completo en el horizonte, a una nueva orden del viejo, los indios se incorporan, levantan los brazos y se inclinan, reverentes, ante el astro diurno cuya luz invade la llanura.

Ahora ya es día claro podemos darnos cuenta de algunas cosas más. Los indios han vuelto a su primitiva postura, todos los cuchillas, extraen de sus “ayates” el pinole y trozos de carne seca al sol, la que comen cruda.

Podemos ver, también, a un grupo de chichimecos de los de más mala catadura, que no quitan el ojo de encima de otro indio, el cual, con las manos sólidablemente atadas tras la espalda, se encuentra en medio del grupo y come de la mano de uno de sus custodios, el pinole que éste le ofrece.

Este indio está completamente desnudo y se nota enseguida  que es de una raza diferente.

Es alto, esbelto y dotado de una maravillosa musculatura. De facciones nada repugnantes, casi puede decirse que es casi simpático. 

No es moreno, ni negruzco como los demás indios, si no que su piel es de color oliváceo oscuro. Su pelo es negro y lacio como el de los pames, pero de él solamente lleva un grueso mechón sobre la coronilla, el resto del cráneo está completamente rapado.

Su boca, de labios delgados deja entrever, cuando coge el pinole, una soberbia y blanca dentadura y su nariz afilada y un tanto convexa por el centro un par de ojos negros y brillantes. Se trata de un individuo que difícilmente rebasa los veinte años y que, a juzgar por las precauciones que extreman sus custodios, han de ser un enemigo peligroso, y así es.

El prisionero es un piel roja de la tribu de los apaches, código por sorpresa por los indios chichimecos en una incursión que no tenía más objetivo que hacer un prisionero, cosa que lograron no sin mucho esfuerzo, ya que el muchacho se defendió con todas las armas naturales de que podía disponer y aunque habían ya pasado cuatro lunas desde entonces, entre los chichimecos custodios había  algunos que presentaban heridas mal cicatrizadas de los feroces mordiscos que recibieron al verificar la captura.   

En cuanto terminó de comer el pinole, los custodios pusieron en su boca un trozo de carne que fue devorado con avidez; un buen sorbo de agua de uno de los guajes de los chichimecos rubricó el almuerzo.

El viejo por su parte, recibió en la boca el atole que fuera preparado batiendo un poco de pinole  en una jícara con agua.

Ya todos los indios han terminado su frugal comida; el viejo murmura algo con su voz casi inaudible y entonces todos se echan por tierra –exceptuando los custodios- y descansan o duermen.

Estólido, el prisionero pasea su mirada sobre los muchos centenares de indios que le rodean, su rostro no demuestra pavor alguno, antes bien, su expresión es reto.

Apaches y comanches son tribus belicosas que pasan el tiempo guerreando con sus vecinos, dando pruebas de una ferocidad inaudita. Sujetan a sus prisioneros terribles tormentos y en justa represalia, cuando alguno de ellos cae prisionero ya conoce la suerte que le espera, de aquí que combatan denodadamente prefiriendo recibir la muerte en pelea, antes que caer en manos del enemigo.

El prisionero termina por acuclillarse como sus congéneres, pero al contrario de éstos, que al adoptar esa postura inclinan la cabeza sobre el pecho, él permanece erguido en actitud de desafío.

Los indios reunidos en el claro del bosque suman varios millares, tres, cuatro, quizás más. Ahora todos duermen y se escucha la respiración acompasada de toda aquella gente, sin que ruido alguno diferente de la respiración, turbe el silencio. El indio no ronca.

Poco después de mediodía, el viejo da una nueva orden y los millares de indios acampados cargan con su impedimenta y se disponen a la marcha.
Cuatro indios jóvenes y robustos cogen los largueros de la angorilla, y con un trocito rítmico y veloz, echan andar por delante siendo seguidos por todos los demás.

Causa admiración la forma en que los portadores de la angarilla sortean las ramas bajas de los árboles y avanzan sin perder el compás de la marcha y así se desliza por el llano, cubierto de mezquites, huizaches granadillos, aquella tropa silenciosa.

El terreno es muy húmedo, en partes se encuentran ciénegas a las que hay que dar un rodeo, y de aquella humedad brota un vaho caliginoso provocado por los candentes rayos del sol.

Hombres, mujeres y niños trotan con el característico andar de los indios, sin que nadie se quede rezagado, ni siquiera los chicos, los que algunas ocasiones son llevadas casi a rastras. El sistema es cruel, pero necesario para que sus músculos se robustezcan.

Cada determinado tiempo son revelados los conductores de la angorilla, y sin perder más tiempo que el necesario para efectuar el cambio, se reanuda la marcha.

El paisaje es de monotonía desesperante. Los mezquites, muchas veces centenarios, muestran sus troncos de un grosor extraordinario. Los huizaches ostentan sus ramas cubiertas de sus fragantes flores amarillas, sobre las que pululan millones de abejas silvestres que extraen de ellas el néctar que contienen.

Pero no solamente hay flores en los huizaches, también  las hay en la multitud de yerbas que cubren el suelo, y se ven margaritas silvestres, alfombrilla, rosa, amarilla, cempasúchil, gordolobo y el venenosísimo “toloache”, tan usado por los hechiceros para preparar su pócima secretas.

Pájaros de muy variadas especies levantan el vuelo al paso de la caravana para ir a posarse más lejos.

Pero fuera del ruido que producen las aves al volar, nada más perturba el silencio que impera en el dilatado llano. 

El sol casi llegaba al horizonte cuando aquella muchedumbre hizo alto; esta vez definitivamente, puesto que todos colocaron su impedimenta en el suelo.
A una orden del viejo que yacía en la angarina, los indios hicieron una nueva colocación y en cuanto terminaron, los indios que acompañaban al viejo requirieron de las mujeres los ayates que éstas habían llevado a la espalda.

De aquellas redes de ixtle extrajeron “maxtles” de algodón recamados con plumas de vistosos colores, penachos de ondulantes plumas adornados con espejos de obsidiana, pulsera y ajorcas y, por último, unas pequeñas vasijas conteniendo pinturas: roja, negra y amarilla.

Aquellos de los acompañantes del viejo que andaban semivestidos, se desnudaron del todo y tanto ellos como los que andaban totalmente desnudos, se echaron encima sus vistosos ropajes, colocaron en la cabeza sus ondulantes penachos y, enseguida, unos a otros se hicieron tatuajes y dibujos en el rostro y las partes visibles de sus cuerpos.

Llegó un grupo de rezagados que se habían entregado a cierta misteriosa tarea no lejos del lugar, y en cuanto comunicaron al viejo que el trabajo que se les encomendara estaba ya terminado, vistieron, a su vez, sus esplendentes ropajes.

Cuando terminaron de vestirse ya era noche cerrada y todo esto lo hicieron en la más completa oscuridad. Luego, tomando la delantera, los portadores de la parihuela echaron a andar hasta llegar a un sitio no lejano del lugar en que se encontraban, siendo seguidos por los compañeros vistosamente ataviados y el resto de los indios congregados.

La tarea desempeñada por el grupo de indios escogidos para el caso, había consistido en abrir un hoyo inmenso, para hacer el cual se habían valido de palos aguzados y de las uñas.

En el fondo de la excavación había quedado al descubierto un ídolo monstruoso y un gran cuartón, ambos de madera de mezquite y el último presentaba en sus costados, raras figuras esculpidas.

Con suma reverencia los indios extrajeron el ídolo y el cuartón y los condujeron, no lejos de allí, a una explanada bastante grande, en la que no había arbusto de ninguna clase, solamente hierbas que instantáneamente quedaron aplastadas bajo los pies de la inmensa muchedumbre.

En aquella explanada se encontraban cinco construcciones, cuatro de ellas en los puntos correspondientes a los vientos cardinales y una más que ocupaba el centro.

No tenían gran altura quizás unos cinco metros y la del centro era un poco más alta.

Todas estas construcciones, a las que pudiéramos llamar pirámides, presentaban claras huellas de los desperfectos que el tiempo había causado y que no había sido reparado.

En la que presume haya sido adoratorio, tiene una angosta escalera con alfardas laterales, todo construido con materiales burdos y siguiendo una técnica que coadyuvaba eficazmente a la destrucción causada por los elementos naturales.

En esta escalera las piedras que forman los escalones están sueltas, como lo están las paredes, ya que son piedras asentadas unos sobres de otras sin ligazón de ninguna especie.

Los indios, pisando con cuidado, llevaron hombros el ídolo y frente a él colocaron el cuartón esculpido. 

El cuartón podría haber sido un perfecto paralelepípedo, sino fuera porque en la cara superior no presentaba una superficie plana, sino era bastante convexa cerca de uno de sus extremos, tomando la forma de una jiba.

Los indios conductores descendieron del adoratorio y, acto seguido, cuatro de los indios mejor ataviados subieron a su vez y colocaron a ambos lados del ídolo horripilante, sendos braseros de barro y sobre los encendidos tizones arrojaron, de cuando en cuando, pequeños puñados de copal, que al consumirse, impregnó la atmosfera con sutil y característico aroma.

Acto continuo, un melodía lenta y monótona se dejó oír y era ejecutada por las mujeres soplando en chirimías y pitos de barro, algunas, en tanto que otras, con suaves palmadas tocaban los pequeños teponaztles de que estaban provista.

Los indios de ricos atavíos que se encontraban sobre la plataforma del adoratorio, al mismo tiempo que cuidaban que no faltara copal en los incensarios y avivaban los carbones soplando sobre ellos, impartían órdenes, a la primera de las cuales, sus compañeros se formaron en largas filas para enseguida asumir éstas una figura circular. 

Otra orden y los indios comenzaron a bailar siguiendo el compás monorítmico de la melopea.

Bañados de sudor bailaron sin descanso por lo largo rato, formando caprichosas figuras, y en medio de la oscuridad reinante, aquella danza presentaba un aspecto impresionante y diabólico.

De entre el grupo de custodios que vigilaban al prisionero se elevó la voz de éste, cantando en su idioma. Cantaba su canto de muerte: “Águila de la montaña no teme a la muerte –cantaba el prisionero- Águila de la montaña ha dado muerte a siente miserables conejos y sus caballeras adornan mi wigman…

Águila de la montaña ha sido vencida porque así lo quiso el Gran Manitou… El hizo que sobre los ojos de su siervo cayera una venda que le impidió ver a estos despreciables perros de la pradera… 

perros que ni siquiera son coyotes… El Gran Manitou me espera en los territorios de la caza eterna… 

Águila de la montaña venció al ciervo veloz en su carrera… cortó las uñas al feroz leopardo… arranco la piel y el corazón al poderoso grizzli (oso)… Águila de la montaña no teme a la muerte!

El joven prisionero, siguiendo la costumbre de las pieles rojas cuando se encuentran atados al poste de la tortura en el que recibirán espantosa muerte, cantaba sus hechos gloriosos y siguió cantando la fúnebre melopea.

La oscuridad se hizo más intensa, como sucede antes que la luna haga su aparición. Un vago fulgor en el oriente anunció que el astro de la noche no tardaría en dejarse ver, y entonces, reinó el más completo silencio entre los indios. También el prisionero dejó de entonar su fúnebre canto.

El disco brillante de la luna emergió las cumbres de las lejanas montañas y un gran clamor saludó su aparición.

Los indios se prosternaron por un momento y luego, al incorporarse, con los brazos en alto hicieron tres reverencias en honor del agentando disco.
Fue entonces que el viejo, recostado en la parihuela colocada casi verticalmente, hablo con voz un poco más  fuerte:

-Les hablo yo, el Gran Sacerdote, para decirles que veo con dolor que cada vez que nos reunimos a dar culto a los dioses que nos legaron nuestros antepasados, somos menos los que concurrimos a este lugar…

Los hombres de ropas negras se han llevado a muchos de nuestros hermanos y los tienen viviendo con ellos… los obligan a aprender una lengua extraña y los han enseñado a adorar dos palos atados por la mitad… la cruz, dicen ellos…

y también  unos collares de cuentas negras que dicen “rosarios”… Yo soy ya muy viejo… siete veces veinte he visto florecer la tierra… mis brazos ya no tienen la fuerza suficiente para consumar el sacrificio… pero aquí está el hijo del hijo de mi hijo, quien a mi muerte será quien lo guíe… Él tiene los secretos de nuestros dioses…

él sabe ya platicar con ellos… él será mi heredero… para que los haga luchar por conservar las tradiciones de nuestra raza… Quizá esta noche será la postrera de mi vida… me siento muy débil pero por lo menos habré visto una vez más la fiesta de la Gran Luna… la Gran Luna que ha engordado veinte días y ocho más…

Y dirigiéndose a un indio que se encontraba acurrucado cerca de él, dijo:
Levántate tú, el hijo del hijo de mi hijo…

El indio obedeció y se pudo notar que era muy joven. Revestido ya con parte de los ornamentos del ritual, consistente en un “maxtle” primorosamente bordado con plumas de exóticos pájaros, una capa de pieles de jaguar, ajorcas de oro en los tobillos y sobre el pecho un riquísimo pectoral que tenía grabadas misteriosas figuras.

-¡Arrodíllate! –ordenó el viejo y su biznieto obedeció, colocándose cerca de él. Entonces el viejo tomó de junto a sí, un enorme y afilado cuchillo de obsidiana que el joven tomó con reverencia, luego, la máscara de los sacrificios máscara horrenda adornada con un par de cuernos de cíbolo, fue colocada sobre su cabeza por la propia mano del viejo sacerdote quien, al terminar der hacerlo, dijo:

-Te hago entrega de los arreos de Gran Sacerdote… desde este momento ya lo eres y todos te deberán respeto y obediencia… comenzando por mí que ya no soy nada…

Un gran vocerío saludó las últimas palabras del viejo, y todos los indios, a una, se prosternaron ante el nuevo jefe el que dio su primera orden:

-¡Que siga la danza sagrada¡
Y mientras los indios se entregaban con frenesí a la danza ritual, el prisionero siguió entonado su canto de muerte.

El astro de la noche siguió su carrera y en el momento en que se aproximaba al cenit, el viejo murmuró algo y su biznieto dio una orden a los guardianes del comanche.

El muchacho fue levantado  en peso y conducido a la plataforma, donde fue despojado de sus atadoras, e hiciéronse cargo de él los cuatro sacerdotes menores, los asiéndolo de las cuatro extremidades, lo colocaron brutalmente sobre la mesa de los sacrificios, deteniéndolo con fuerza, con los brazos y las piernas fuera del trozo de mezquite.

Colocado sobre la parte combada, su pecho formaba un arco, postura necesaria para facilitar la labor del sacrificador.

Terminada que fue esta operación, el nuevo Gran Sacerdote se aproximó (cuya edad sería igual a la del prisionero) y con mirada atenta siguió la marcha del astro de la noche.

En el momento en que éste cruzaba el cenit, sus rayos plateados se quebraron en la pulimentada hoja del cuchillo de obsidiana que el Gran Sacerdote sostenía en su, mano derecha. 

Como un relámpago descendió la afilada hoja guiada por la mano del sacrificador, y con ruido seco se hundió en el pecho de la víctima; pero longitudinalmente sin penetrar en la cavidad. 

El sacrificador, con fuerza hercúlea, abrió con brutal tirón, el esternón del Apache para enseguida, con ambas manos asir el corazón palpitante para arrancarlo con ferocidad manifiesta y fue entonces, solamente entonces, que cesó el canto de muerte del prisionero sacrificado, sin que queja alguna se escapara de sus labios… podía, “en los territorios de la caza eterna”, ufanarse de no haber claudicado.

Mientras el cuerpo del sacrificado se debatía débilmente en las últimas convulsiones, el Gran Sacerdote se acercó al ídolo  y depositó el todavía palpitante corazón en algo así como una taza que tenía esculpida bajo la boca. Entonces, mirando a la luna comenzó a decir:

-¡oh, madre de la noche- Muéstrame benigna con tus hijos… que la lluvia sea abundante para que crezca el zacate y los venados estén gordos… que la caza no huya… ciega con tus rayos a los venados para que tus hijos tengan qué comer y no tengan hambre jamás… ¡Madre de la noche, protege a tus hijos!  

Cuando el Gran Sacerdote  se aproximó al viejo, se dio cuenta que éste había dejado de existir. Había asistido al último sacrificio y a la consagración de su sucesor.

El nuevo Gran Sacerdote comunicó a los indios lo que había sucedió y un coro de lamentos se dejó escuchar, lamentos que parecían aullidos y que posiblemente turbaron el reposo da las fieras en sus cubiles.

No duró mucho esto. El nuevo Sacerdote dio una orden y el ídolo, lo mismo que el madero de los sacrificios fue conducido al lugar de donde fueran extraídos y en un momento quedaron sepultados.

Luego, los indios se despojaron de los vestidos de ceremonia, las pinturas fueron arrancadas restregándolas con tierra y en pocos momentos quedaron igual que antes, es decir, unos semivestidos y otros completamente en cueros. Levantaron la parihuela con el cadáver del viejo y sin más tardanza se pusieron en marcha.

El cuerpo del sacrificado fue abandonado para pasto de buitres y coyotes… por entre el espeso bosque que cubre el inmenso llano de Rioverde, se desliza aquella columna de gente que camina sin ruido y sin pronunciar palabra…

Es esto, una reconstrucción de la tradición que un pame, oriundo de Guaxcamá, que había peleado contra la intervención Francesca y peón del padre del que esto escribe, allá por 1911, relató más o menos, lo que sirvió para componer esta relación.

Lo curioso del caso que Sostenes Ortiz, pame de pura raza decía que él ya no era indio, pues había olvidado “la” idioma y nada más hablaba “castilla”. Y ¿Quiénes serían esos indios guerreros que venían del norte trayendo consigo a su sacerdote?

¿Por qué los “mecos” (así decía Sostenes a los chichimecos) trataban de poder a poder con los otros y se encargaban de apresar a la víctima propiciatoria?

¿Por qué, en fin, obligaban a los indios ya convertidos, a que asistieran a la cruenta ceremonia?

Sostenes era muy viejo. Su cabello, su bigote ralo y su barba de cabrito, eran de una blancura deslumbradora pero tenía su dentadura completa.

Aunque, como debe suponerse, era iletrado, su memoria era prodigiosa y recordaba con exactitud, no solamente las peripecias de los combates en que tomara parte, sino también los nombres de sus jefes inmediatos.

Sostenes, afirmaba que “su abuelo”, cuando era niño, había asistido a una de esas fechorías; pero hay que tener en cuenta que si bien Sostenes ya no era indio, por atavismo seguía llamando “abuelo” a uno de sus más remotos ascendientes, ya que por más viejo que hubiera sido ese “abuelo”, hubiera vivido a fines del siglo XVIII, cuando ya era imposible que se verifican sacrificios humanos, estando ya tan extendida la población y desmontadas grandes extensiones de terreno.

Y el tal sacrificio podía haber tenido lugar, en los cúes que se encuentran en el ejido de la Loma, o bien en la recién semi explanada (actualmente) zona arqueológica de “La Manzanilla”, situada en el ejido de “El Refugio”, C. Fernández. Zona que acusa haber tenido, en época muy remota, una gran densidad de población.

Y hay más. En un fragmento de hoja con escritura que se estilaba en la mitad del siglo XVII, (que se encuentra en el archivo de la Parroquia), entre otras cosas se lee, (incompleta) esta frase:… y se queja el padre Oviedo, que en algunas noches los indios abandonan el pueblo y se van a los montes seguramente a practicar sus idolatrías y no quieren decir ni…

De manera que el tal sacrificio se verificaba, a una distancia de unos doce kilómetros al poniente de ¡La Custodia de Santa Catarina Virgen y Mártir del Rioverde...!




    
 

    





                                             

0 comentarios:

Publicar un comentario