Bajó del autobús y fue a la presidencia municipal a preguntar por el lugar donde se encuentra el volcán de aire. Los funcionarios se intercambiaron miradas entre ellos, pero ninguno le informó. Solo le contestaron que el único camión que llegaba a la ciudad ya estaba por salir, que mejor se regresara. Güin, un aventurero con una cicatriz en la frente, no se dio por vencido y acudió a la parroquia.
–Soy estudiante. Supe que por
aquí hay un volcán de aire. Quiero investigar las corrientes subterráneas de
viento frío. Le dijo con voz temblorosa.
–Lo que andas buscando es algo
más, algún tesoro escondido, eso será tu condena eterna. Me opongo a que vayas
ahí, me las arreglaré para que nadie te informe. Mejor vete y piensa en otra
cosa. No insistas, porque nunca te voy a decir. – Le respondió el señor Cura.
Güin se echó al hombro el
equipo de campaña, cruzó la plazuela y preguntó en la tienda: La Casa Montes,
dónde podría encontrar al curandero del lugar.
Por las señas que le dieron se
dirigió por una vereda entre piedras y vegetación espinosa: huizaches, tenazas
y cardonas. El campo se extendía en un ambiente de soledad. Llegó a una choza,
ubicada en el fondo del cerro del Tepamal donde vivía Jacinto Jacobo.
Se guarneció bajo el tejado y
se sentó en un tronco, a un lado de la escultura de San Francisco de Asís, y de
vírgenes iluminadas con veladoras que se hallaban sobre una mesa que parecía
altar. Estornudó por el humo y el olor a las yerbas que colgaban en la pared.
Se sintió inhibido por la mirada de una lechuza sin parpadear, que enfocaba los
ojos hacia él.
–Soy Güin, vengo desde la
capital, quiero saber cómo llegar al volcán de aire. No tengo otro interés más
que mi curiosidad, se lo digo de verdad. Quiero investigar los vientos que
exhala la piedra, porque representan un área del conocimiento no atendido por
la ingeniería, y si bien, se han estudiado las corrientes subterráneas del
agua, no así las del aire –dijo Guin.
–Confío en ti. Desde que venías, te vi de
lejos y aprecié tu aura. Pero tienes que atreverte a resolver algunos problemas
sobre ti mismo. –Le contestó Jacinto Jacobo. Muchos vienen aquí, a buscar
tesoros o alhajas en los enterramientos pre–hispánicos, pero veo que en ti no
hay codicia. Te diré por dónde te vayas y la ruta que has de seguir: llegarás a
la Laguna Redonda, la de las aguas verdes, continuarás por el camino a un lado
del Arroyo del Coyote, y donde está la piedra parada, ahí bajas al fondo.
Encontrarás la entrada sin puerta. No la vayas a tapar porque ahí respira la
tierra, el hogar de los espíritus, y contacto con las fuerzas de la naturaleza.
–Pero, qué hay del mito, de
los guardianes del tesoro y las fuerzas demoníacas –le insistió Guin.
–El viento que sale de ahí, es
porque la tierra está respirando y resuella con mayor intensidad en los meses
de mayo a septiembre. Los antiguos sacerdotes acercaban su oído a la boca de la
piedra para escuchar la voz de Kukulkán, conocer cuáles eran sus designios y
así, tener la sabiduría para dirigir a su tribu. También, para escuchar a sus
antepasados y comunicarse con ellos, porque el zumbido que produce el volcán,
iluminaba el caminar de los muertos y de los dioses.
“No vayas a alterar el entorno
–agregó Jacinto Jacobo–, es la entrada al inframundo donde habitan los
espíritus de la naturaleza. Lugar de culto sagrado, de ritos, iniciaciones y
purificación. Así fue, hasta la perturbación de los primeros hombres blancos.
Entonces, fray Juan de Cárdenas prohibió los ritos que ahí se realizaban.”
– No es la voz de Dios –dijo
el fraile– sino la del demonio. Ese sitio es la claraboya del infierno.
Con el tiempo la iglesia lo
consideró como un lugar prohibido, era el sitio del mal, por lo que los
mestizos evitaban detenerse en ese paraje, sin lograr vencer su curiosidad.”
Güin cargó su equipaje, dio
las gracias y se dirigió al arroyo. Le gustaba hacer deporte de alto riesgo
pero aislado, siempre solo. Un águila le tapó por un momento los rayos del sol,
pasaba planeando por el cielo en busca de algo. Un lugareño montado a caballo
le indicó:
–Allá está la piedra
zumbadora, vaya por ahí. Es un volcán inactivo, verá el hueco por donde sale la
brisa. A ver si encuentra el tesoro. –Le indicó, dejando escapar una sonrisa
maliciosa.
Güin bajó pensativo al arroyo seco,
a la vez que inspeccionaba el lugar: «las fuerzas del viento cruzan por el
interior de las grietas y por las rendijas sale a esta apertura. Entonces, ¿qué
será lo que produce la corriente de aire? –Se preguntaba–. Si es gas, puede ser
tóxico o quizás sólo sea aire frío. Pero, ¿dónde está la alimentación del
soplo? Si exhala por aquí, ¿habrá un lugar por donde inhale? Produce un sonido
como el de una chicharra que trasporta a otra dimensión».
Llegada la noche Güin desdobló
su tienda de campaña, encendió una fogata. Oyendo el zumbido largo del volcán
de aire se quedó dormido: “Camino desnudo por la calle. Veo a un joven que está
con otra persona, me parece que es un conocido que hace poco falleció, le
pregunto que si él, es el muerto.
Me contesta que sí, y dice: quiero que me diga quién soy. Me pide que solicite un ride para otra persona que también ha muerto, pero no me dice quién. Le contesto que ando desnudo en la calle, que no traigo ropa ni las llaves del carro.
Que mejor pida un taxi
que los lleve al panteón. // Me conducen por un sendero de la sierra, no les
soporto el paso. Estoy prisionero, sé que me van a matar, entonces un águila me
agarra y me levanta. // Empiezo a caer en un precipicio, siento que me roza el
aire y que no puedo hacer nada para detener mi caída.”
Güin no soportó la angustia de
estrellarse contra las rocas y despertó sudoroso. Quiso encontrar una
explicación para sus sueños. De pronto escuchaste tu propia voz: “las riñas,
tus conflictos con tus compañeros, tus heridas, odios, tristezas. Este rechazo
contra tí mismo y un miedo que se te dispara en el momento menos oportuno.
Tu miedo invencible al psicoanálisis. Creías
que podías sepultar aquellos recuerdos desagradables, preferías no pensar en
ellos pero resurgen en tus sueños. Llevas algo que te pesa y no consigues saber
qué es. Te da un miedo irracional enfrentarte a tu inconsciente, a lo oculto de
tu personalidad, a entrar en tus emociones reprimidas. Alguna vez pensaste en
ir al psicólogo, pero nunca te atreviste, siempre con la creencia que lo
resolverías por tí solo.
Güin miró la luz del amanecer
y los espectros de la noche se desvanecieron. Abrió una lata de conserva, comió
y después se puso a investigar.
Entre matorrales aislados
examino el tiro del aire. Veo que el área está escavada por buscadores de
tesoros.
Reviso las rocas de una por
una. Busco a los alrededores, me sorprenden estas hendiduras muy a modo,
parecen cejas. Jalo la piedra con la barreta. Por cierto, embona en el talud
como cajón de escritorio. Está durísima, por fin, logro aflojarla. La retiro
poco a poco. Ya me imaginaba, es un acceso. Aunque el orificio esta reducido
puedo caber por mi complexión delgada. Alumbro con mi lámpara de mano, esta
boca conduce a una cueva que se prolongaba por el vacío profundo.
A pesar de que Güin era muy
osado para los deportes, de pronto un miedo se apoderó de él, tan fuerte que lo
paralizó. Quedó inmóvil en el dintel por largo rato, tan largo que perdió la
noción del tiempo, era como entrar en su mundo de terror, el de sus traumas.
“No traigo el equipo necesario, ya fue suficiente. Esas serpientes no me dejan
salir, son mis demonios” –exclama– Por fin, las aparta y se reincorpora a la
luz del sol. Coloca la piedra de la entrada como la había encontrado.
Empacó su tienda de campaña,
guardó sus miedos y se los echó al hombro para regresar a la ciudad. No sin
antes pasar con Jacinto Jacobo a quien le confió sus sueños y sus temores: –Ay,
estos demonios que llevo dentro, los fantasmas de mi pasado, –le reveló–. Tuve
pánico en el interior de la piedra, pero entendí que hay otra cueva, aún más
tenebrosa que voy a limpiar.
Entonces, Jacinto Jacobo
prendió un brasero con figuras antropomorfas y motivos prehispánicos, lo cubrió
con yerbas y copal sahumeriándolo. Al levantarse el incienso pronunció en tres
ocasiones: “Abre caminos, ven a mí, tula, tula. Güin, atraviesa esos espíritus
malignos y disuélvelos en este humo para que no puedan dañar”.
Al despedirse Jacinto Jacobo,
le dijo:
–Entraste en la cueva y
venciste al fantasma. Entre muchos buscadores de riquezas enterradas y aún sin
proponértelo, hallaste el tesoro que refiere la leyenda, despertaste los
poderes de purificación de la Piedra Zumbadora.
Güin caminó hacia el pueblo
cantando: Gracias a la vida que me ha dado tanto, me dio dos luceros que cuando
los abro, perfecto distingo lo negro del blanco. El águila cruzó el cielo como
si lo escoltara de regreso. En la plaza encontró al señor cura, y Güin le habló
con firmeza.
–Localicé la piedra zumbadora
y entré en la cueva, aún en contra de su voluntad Y que creé, encontré el
tesoro.
Pagó su boleto de regreso y se
subió al autobús, pero Güin ya era otro.
Créditos a quien corresponda;
aunque creo que estas leyendas de lagunillas me las compartió José J. Alvarado.
Fotografía: Mary Colman
0 comentarios:
Publicar un comentario