En el ciento cuarenta y seis
de la Privada de Ferrocarril Cen-tral vivía la familia Pacheco: Lupita, la
mamá, las hijas Pilar, Socorro y María, el hermano mayor, al que le decíamos el
Kaipe y los más chicos, Jesús, Alejandro y Rogelio, estos dos últimos eran
cuates. La familia tenía un negocio de ma-terial reciclable, compraban cartón,
hueso, fierro, aluminio, cobre, bronce, papel, vidrio, ropa, hierro vaciado e
incluso alfalfa y paja, la gente le llamaba a esta pequeña empresa “Lupita la
del portón” o “Lupita la del hueso” porque Lu-pita era la que administraba esta
empresa y “el portón” era el portón negro de fierro de la entrada.
Como yo me juntaba con los tres hijos más chicos de esa familia, su mamá me invitó en varias ocasiones a acos-tar y levantar al niño Dios, por lo que resulté ser compadre de ella. Viví por esa calle de los cinco a los diez años y a veces íbamos a jugar a los cuartos del interior de su casa o a los cuartos que había en “El portón”. Al lado izquierdo del portón, por donde también entraban los camiones y camio-netas, se encontraba la bodega del cartón, los trabajadores hacían las pacas y las amontonaban una sobre otra hasta llenar el cuarto, enseguida estaban los depósitos de meta-les, más adelante, en otro cuarto, almacenaban el hueso, al fondo la paja y la ropa en un lugar del primer piso; al lado derecho estaba la báscula, el lugar para el vidrio, el cobre y el papel.
Todos los de abajo corrieron
inmediatamente sin detenerse hacia la casa de Lupita, como yo estaba arriba, no
sabía si aventarme a la paja o bajarme por la escalera, al fin me decidí y bajé
corriendo por la es-calera a toda velocidad, al llegar abajo volteé a ver hacia
el cuarto de los huesos y en la pared del fondo vi un cráneo y unos cuernos
como de vaca que estaban resplandecientes, como si la osamenta fuera
fosforescente y brillara en el os-curo cuarto, corrí sin parar con todas mis
fuerzas hasta el patio de la casa de Lupita, donde ya estaban mis amigos, todos
hablamos sobre lo que habíamos visto y escuchado y concluimos que los huesos
sonaron muy fuerte, que los cuernos y la cabeza brillaban en la oscuridad,
algunos de ellos, los más miedosos, dijeron aferrados, que eso era el mismísimo
diablo y que de allí no los sacábamos, otros di-jeron en ese momento que mejor
ya se iban a su casa y se fueron corriendo.
Fotografía: Elena Rodríguez de
la Tejera
Soli Deo Gloria.
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