A la edad de cinco años, allá por 1962, mi papá, mi mamá, mi
hermana y yo nos cambiamos de la casa en que vivía-mos, en la colonia San Luis
y nos fuimos a vivir al centro de la ciudad, a una casa de la familia de mi
papá. Esta se encontraba en el 110 de la calle Ferrocarril Central en el
ba-rrio de Tlaxcala de San Luis Potosí, en ese lugar vivía la tía Felipa quien
nos rentó un cuarto y una pequeña cocina que se encontraban al fondo de la
casa.
Para llegar desde la calle al cuarto donde vivíamos había que
pasar por un zaguán, al lado izquierdo había una puerta que daba a la sala de
la tía Felipa y ésta comunicaba enseguida con una habitación, al lado derecho
del zaguán estaba el baño y frente a él un pasillo que atravesaba casi toda la
casa (como de quince metros de largo por un metro de ancho) con piso de
ladrillo y macetas a los lados, había también una barda de ladrillo y una casa
de dos pisos de al-tura. El pasillo, en la parte de en medio, tenía una lámpara
con un foco que casi nadie encendía por la noche porque se alcanzaba a ver con
la luz de la lámpara del zaguán.
Al lado izquierdo del pasillo, pero antes de llegar a nuestro
cuarto, había otras tres habitaciones; en uno de esos cuartos vivía la abuela
de mi papá, siempre permanecía ce-rrado y a mi hermana y a mí nos prohibieron
entrar ahí, los otros dos cuartos no tenían puertas ni techo, solo eran las
paredes con una entrada.
En el baño había solo una letrina y un espacio para bañarse y
era para todos los que vivían en esa casa, su en-trada estaba justo donde
iniciaba el pasillo. El cuarto en el que vivíamos solo contaba con una cama
matrimonial don-de dormían mis padres, un buró, un ropero y una mesa con cuatro
sillas, mi hermana y yo dormíamos en el suelo, sobre una colchoneta, con dos
almohadas y nos tapábamos con dos cobijas.
Mi mamá generalmente al caer la noche y antes de dormir nos
mandaba a mi hermana y a mí a orinar al baño, diariamente ella y yo nos íbamos
jugando y al llegar nos turnábamos para hacer uso del mismo. La puerta del baño
era de madera al igual que el asiento de la letrina; por las noches, ya en el
interior, encendíamos el foco para ver bien el lugar porque hasta de día si uno
cerraba la puerta estaba muy obscuro.
En cierta ocasión, antes de dormir, mi hermana fue con mi
madre al baño porque yo estaba escuchando la ra-dio, cosa que me fascinaba en
aquel tiempo porque me per-mitía echar a volar mi imaginación y mi fantasía,
después de que ellas regresaron tuve que ir yo solo al baño, a esa edad yo no
recuerdo que tuviera miedo a la obscuridad por lo que me fui corriendo para
regresar y seguir escuchando la radio, llegué al baño y como siempre, encendí
la luz e inspeccioné el lugar detenidamente, porque de las macetas salían
babosas o caracoles que, buscando la humedad de la letrina iban a parar a ese
sitio, por su aspecto viscoso y la baba que iban dejando atrás el solo hecho de
verlas me causaba repugnancia pero sobre todo por tener que tocarlas para
quitarlas del banco de la letrina; ese día al no encon-trar ninguna de ellas
oriné y al salir apagué la luz del baño.
Me fui caminando rumbo al cuarto, subiéndome el cierre de la
bragueta del pantalón que se atoraba un poco, al pasar por los cuartos vacíos
escuché un silbido, dirigí la mirada hacia la oscuridad en dirección del sonido
y vi a tra-vés de una de las puertas a tres seres amonigados, vestidos de
negro, posados arriba de la barda posterior a la entrada de ese cuarto.
Sorprendido al ver esto, en ese momento sentí por primera vez
el temor a lo desconocido, los pelos de la nuca se me pararon y la piel se me
puso chinita de ver a esos tres seres frente a mí, parecían tres viejitas
sentadas con vestido largo y rebozo negro, movían sus cabezas como comentan-do
algo que yo no alcanzaba a entender, sintiendo un es-calofrió que recorría mi
espalda pensé que era algo malo y corrí a toda velocidad hacia el cuarto donde
se encontraba mi madre, al abrir la puerta le dije: ¡Mamá, mamá, hay algo allá
en los cuartos y me chiflaron cuando pasé! Mi mamá me interrogó rápidamente
sobre lo que había visto y le dije lo de las viejitas que acababa de ver, ella
para calmar mi miedo me respondió: ¡No es nada malo!, han de ser lechu-zas, así
le hacen... como que chiflan para espantar a los ra-tones y después vuelan para
comérselos.
Yo nunca había visto una lechuza, así que le creí, esa
explicación me tranquilizó un poco y más los abrazos de ternura de mi madre,
pensé entonces que así debería ser. Mi madre cerró la puerta del cuarto con la
aldaba, ya que mi padre no estaba, porque había salido a “camino” en el
ferrocarril, mi hermana y yo nos acostamos en la cama con mi mamá, al poco rato
me dormí tranquilamente al lado de mi hermana.
Al siguiente día por la mañana con curiosidad fui a visitar
el sitio donde vi los tres bultos, pensé que no podían ser viejitas porque no
había escaleras por donde se pudie-ran subir y que para estar allí platicando
en la noche la bar-da era muy alta, por lo tanto, creí que lo que me había
dicho mi mamá de las lechuzas era la verdadera explicación del fenómeno que
tanto me había sorprendido y atemorizado.
Ese día al llegar la noche cuando mi hermana y yo veníamos
por el pasillo, después de haber ido al baño, le platiqué lo de la noche
anterior y ella me preguntó con cu-riosidad: ¿Cómo son las lechuzas?, yo,
entusiasmado, le contesté: ¡Vamos a verlas!, ella aceptó siguiéndome,
rápi-damente llegamos al cuarto donde las había visto y solo se veía en la
oscuridad, por sobre la barda, el cielo estrella-do, estuvimos esperando un
rato a que llegaran pero las lechuzas nunca aparecieron, así que decidimos
irnos con mi mamá. Al llegar a nuestro cuarto ella nos regañó porque nos
habíamos tardado mucho en ir al baño, le dijimos que solo queríamos ver las
lechuzas cuándo llegaran, ella nos dijo que dejáramos eso por la paz, que ya no
anduviéramos yendo allí porque esos cuartos podían ser peligrosos para nosotros
ya que eran viejos y se podían caer.
Otro día, después de haber ido al baño yo solo, cuan-do pasé
por los cuartos vacíos escuché una voz que me lla-mó ¡Beto! -así me decían de
niño- volteé a ver de dónde provenía el sonido y vi con la luz de la luna que,
sobre la barda, arriba de la entrada del primer cuarto vacío estaban los tres
bultos amonigados, supe de inmediato que no eran lechuzas sino tres brujas
vestidas de negro y que bajo su rebozo negro se veían las caras pálidas y
arrugadas, como de viejita, que me miraban atentamente con cara de burla.
Un escalofrió recorrió todo mi cuerpo al volver a es-cuchar:
¡Beto! ¡Beto! y me pregunté: ¿Cómo saben mi nom-bre? El miedo se apoderó de mí
y corrí sin mirar a atrás gritándole aterrado a mi mamá: ¡Mamá, mamá!, ¡Son
bru-jas!, ¡Allí están! Mi madre al verme tan atemorizado tomó un palo y salió
corriendo a ver lo que me había espantado, llevaba consigo un palo de mezquite
que teníamos en el cuarto al que le llamábamos “el amansalocos”, parecía un
mazo azteca, que, según nosotros, era para defendernos de algún ladrón.
Al llegar al lugar ella no encontró nada de brujas, ni vio
nada, tampoco mi hermana y yo -que íbamos detrás ella- ¡Ya habían desaparecido!
Yo sentía que el corazón se me salía de miedo, mi mamá me preguntó: ¿En dónde estaban?,
yo le señalé el lugar con el dedo, ella se puso a blasfemar y a decirles de
maldiciones y groserías para que no volvieran, yo pensé que esos insultos y
maldiciones era una buena defensa de mi madre contra las brujas. Mi mamá me
abrazó y trató de consolarme secando las lágrimas de mi cara por el tremendo
susto que me llevé, recuerdo que recientemente acababa de cumplir cinco años y
a mi corta edad era demasiado vulnerable ante esos incomprensibles
acontecimientos.
Pasaron los meses sin volver a ver a las brujas, hasta que
cierta noche mi mamá y yo, después de regresar del baño y al pasar por esos
cuartos abandonados, escuchamos que alguien se rio con una burla chillona,
volteamos hacia arriba de la puerta de uno de los cuartos y… allí estaban ¡Ya
no eran tres, sino cuatro brujas! Todas, amonigadas, nos miraban y se reían de
manera chillona frente a nosotros, al verlas y escucharlas mi madre me tomó de
la mano y hui-mos corriendo a nuestro cuarto, cerró la puerta rápidamen-te y le
puso la aldaba, mi hermana, que estaba sentada en la cama, sobresaltada nos
preguntó: ¿Qué pasó?, mi madre no podía hablar del miedo, los tres nos
abrazamos para prote-gernos de las brujas mientras afuera se seguían escuchando
las risas burlonas; estas dejaron de oírse al poco rato.
Nosotros guardamos silencio, abrazados, durante un buen
tiempo, después mi mamá empezó a rezar junto a no-sotros, prendió una veladora
y se la puso a la imagen de la virgen de San Juan de los Lagos, la cual se
encontraba sobre el buró. Los tres nos metimos a la cama para tratar de dormir,
mi papá tampoco en esta ocasión estaba en San Luis, estábamos los tres solos en
esa habitación, en silencio, solo con la luz de la veladora. Al poco rato mi
hermana de cuatro años dijo tímidamente: ¡Tengo ganas de ir al baño! Mi madre
le contestó: ¡Por suerte aquí debajo de la cama está la bacinilla!, esta fue
usada por los tres sin tener que salir de la habitación.
Dos días después al llegar mi padre, mi mamá le pi-dió que
nos cambiáramos de esa casa y el incrédulo de mi padre pensó que era porque mi
mamá no quería vivir con su tía, luego de discutir durante algunos días
buscamos una nueva casa de renta y nos cambiamos. Esta fue la única oca-sión en
que vi a las brujas demasiada cerca, como a tres metros de distancia, las vi
tan claramente que aún las re-cuerdo como si las hubiera visto hoy. Hasta ahora
jamás las he vuelto a ver en ninguna otra parte, aparecieron después de este
acontecimiento, en mis pesadillas, donde por cierto y durante algún tiempo,
cuando dormía prefería orinarme en la cama que salir al baño.
Al pasar el tiempo y por circunstancias de la vida en el año
2015 me encontré, después de muchos años, con mis tías, las hermanas de mi
papá. En la plática con una de ellas sobre esa casa, donde ellas también
vivieron muchos años, mi tía Lucila me contó que, en esos cuartos vacíos,
cuan-do ellas eran niñas, trágicamente habían muerto dos niñas. Ellas vivían en
la casa de al lado y jugaban en los cuartos junto a una barda de adobe que
estaba cuarteada, ésta un día intempestivamente se derrumbó y las aplastó,
ambas instantáneamente perdieron la vida enlutando a todos los vecinos con ese
acontecimiento, me contó además que un primo de ella, que vivió en el cuarto
que si tenía puerta, al lado de donde habían muerto las dos niñas, tuvo una
hija y a la misma edad que las niñas accidentadas falleció de una enfermedad,
cuando mi tía me contó esto lo relacioné con los tres pequeños bultos que vi la
primera vez, supuse que eran las almas de las niñas muertas que se aparecían en
el lugar, pero me quedé intrigado porque la última vez que las vimos mi mamá y
yo no eran tres, sino cuatro seres amonigados.
Días más tarde comentando con mi hermana Blan-ca sobre estos
hechos y de la plática con mis tías, me con-tó lo que le pasó antes de que nos
cambiáramos de esa casa. Ella dijo: En cierta ocasión, cuando tú estabas en la
escuela, yo andaba jugando entre las macetas y las flores de la entrada del
cuarto que siempre estaba cerrado, me di cuenta que la puerta estaba abierta y
fui a asomarme con curiosidad para ver que había allí, al abrir la puer-ta vi
que había una cama del lado izquierdo y al frente hasta el fondo un altar con
santos y veladoras prendidas; en el piso había dibujado un pentagrama, caminé
hacia el altar, sobre el que había una foto de una niña como de mi edad, la
tomé en mis manos y cuando la estaba viendo escuché la voz de mi tía Felipa que
me dijo: ¡Pinche mu-chacha, no les dije que no se metieran aquí!, me quedé
es-pantada
–continuó diciendo mi hermana- por la forma en que me trató,
me dio una nalgada y me echó del cuarto diciéndome de maldiciones, me fui
corriendo y llorando con mi mamá. Después de ese día fueron puros pleitos de mi
tía con mi mamá, hasta que nos cambiamos de la casa. Al parecer también hubo
una cuarta niña muerta en ese lugar de la cual guardaban el secreto mi tía
Felipa y mi bisabuela… pero como ellas ya hace tiempo que fallecie-ron, será
difícil comprobarlo.
Fotografía: Elena Rodríguez de la Tejera
Soli Deo Gloria
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