lunes, 1 de agosto de 2022

Inicia La Villa de Santa Elena; Capítulo I.

 

EL grupo de españoles dispersos en sus ranchos, en una reunión planearon fundar un centro poblacional en el paraje denominado Santa Elena, quitándole a los naturales la mitad del polígono (tres leguas por cada viento) otorgado por el capitán Gabriel Ortiz de Fuenmayor el 2 de enero de 1606.

El español Pedro de la Vega, con el fin de apoderarse de las tierras de los naturales, entró a la oficina del padre custodio, reclamando la inmediata entrega de la mitad del fundo.

 El Padre Custodio, indignado golpeó la mesa que cimbró el libro de cuentas donde anotaba los pagos a los mayordomos del Hospital de Santa Elena que daba atención a los enfermos y pasajeros, donde además organizaba los festejos para el próximo primero de julio de 1689. Era fray Martín Herrán, quien se enfureció y aporreó el escritorio repetidas veces. Se levantó de su silla agitando los brazos y le contestó a don Pedro de la Vega:

–No permitiré más abusos en contra de los indios. Muchos de ustedes han invadidos terrenos comunales. Además, tienen prohibido vivir aquí, en los pueblos de los nativos porque los envician con sus malos ejemplos.

Pedro de la Vega era un peninsular bravucón que estaba acostumbrado a mandar que tomó la estafeta de Juan Nieto Téllez el que solicitó al virrey fundar un pueblo de españoles. Don Pedro lideraba a 52 españoles; el cual, apretó la empuñadura de su espada metida en su vaina, y le replicó a fray Martín Herrán:

– Le exijo la inmediata entrega de la mitad de las tres leguas en cuadro. ¡Son órdenes del Virrey! Es para fundar nuestra Villa de españoles, porque tenemos nuestras haciendas muy separadas, y, es más, la queremos ahí, del Ojo de Agua de Santa Elena, con su capilla, donde estuvo la primera fundación de la Custodia, con pocos los indios que viven ahí; también, porque dicho pueblo se vino a menos, la mayoría de la gente se mudó para acá, al Palmar Grande. Ya solo quedan 60 familias de indios, seis son chichimecos de esta frontera; los demás, son advenedizos otomíes, de otras partes, pero los vamos a correr a todos.

–Me opongo a esa arbitrariedad, –contestó fray Martín Herrán–. Ésto es una injusticia, un despojo. Estas tierras son de los aborígenes y se les debe de respetar, además, no hay ninguna orden de autoridad.

–Pues, para su conocimiento, – respondió Pedro de la Vega– el difunto Juan Nieto Téllez, desde el primero de octubre de 1687, solicitó permiso al Virrey, en representación de muchas familias de estancieros españoles para fundar la villa, sin costo para la Real Hacienda, y los trámites van muy avanzados. Además, los indios no son inteligentes ni diestros en el uso del arco y la flecha para defenderse contra las incursiones de los indios bravos que están en los alrededores de esta misión; por lo contrario, ni se les educa ni se les enseña en la santa fe católica –prosiguió don Pedro de la Vega con su repique–. Nosotros una vez concentrados en el nuevo poblado, acudiremos con nuestras armas y caballos en contra de cualquier invasión, a ésta, o a cualquier frontera vecina. La Real Hacienda se ahorrará los 500 pesos al año que le paga al capitán protector, Juan Antonio de Troncoso, y la plaza pertenecerá a la jurisdicción del tenientazgo de San Luis.

Fray Martín Herrán calmó a los indios, algunos ladinos que entendían bien el idioma de Castilla, los cuales se empezaban a concentrar alrededor de la custodia, otro tocó un cuerno llamando al resto de la población, fray Martín Herrán contestó:

–Mire don Pedro, ya me enteré que están gestionando el despojo de la mitad de las tierras de los naturales, pero con informes falsos, rendidos a modo por el capitán “protector” Juan Antonio de Troncoso, que según él, “no hay lesión a derechos de terceros”. ¡Cuántas mentiras! Además, Troncoso proporcionó datos que corresponden a la fundación de Jaumave, para confundir al virrey, pero aún no se resuelve nada en definitiva. El propio juez receptor Bartolomé Pérez de la Cruz se apropió de terrenos comunales, y éste, debe excusarse de conocer el asunto porque tiene interés personal.

Se levantó un murmullo que se convirtió en cascada de aguas broncas. Las voces subían de tono, se empezaban a oír fuerte. Fray Martín Herrán que traía su sayal desgastado calmó la furia de los nativos.

Pedro de la Vega, era un sujeto arbitrario, y por último gritó:

–Pero esto, no se va quedar así. Tenemos influencias.

El resto de los españoles estaban en sus caballos, todos se encontraban rodeados por indios semidesnudos con los cuerpos pintados de negro y rojo, armados con sus arcos y flechas dispuestos a combatir. El sol calentaba de tal manera que el ambiente parecía que iba a explotar.

Pedro de la Vega con la mano en la empuñadura de la espada, y su grupo de españoles, con arcabuces y adargas, se retiraron del Palmar Grande muy encabritados corriendo a galope montados en sus bestias, pero antes caracolearon sus cabalgaduras con claros desafíos de provocación. Un indio lanzó una flecha con tal fuerza que le atravesó la cabeza al caballo.

El conato se apaciguó porque intervinieron los frailes y les explicaron a los españoles que se cuidaran, porque había indios que por las noches, a escondidas se reunían en el monte con los indios bravos comarcanos a practicar sus idolatrías, y que mejor se retiraran porque se podría provocar una rebelión generalizada en toda la zona.

Lo que le importaba a Pedro de la Vega y a los demás españoles era apoderarse de las tierras fértiles que prometían bonanza, tanto por su extensión, como por la buena cantidad del agua rodada, donde obtendrían abundantes cosechas de maíz y trigo. Ambicionaban las cuatro acequias que habían construido los indígenas en el Palmar, bajo la dirección de los frailes, las llamadas: La Morita, San Antonio, San Juan y la Purísima.

Después de ese incidente, fray Martín Herrán se retiró a la Milpa del Convento, se acomodó bajo una sombra a la orilla de la acequia de San Juan, se quedó viendo saltar el agua cristalina, mirando pasar las imágenes por su mente, las pláticas de su antecesores que le narraron cómo fue la evangelización de los primeros aborígenes, y cómo construyeron el hospital, la custodia y la capilla de material, que sustituyó a la de bahareque, anexa al Ojo de Agua en el paraje de Santa Elena.

También recordó cómo les cambiaron los nombres a los dioses de los naturales: la diosa tierra por la madre de Dios, el dios trueno por el Dios Padre, la luna por la virgen María, el aire por el arcángel San Gabriel, el agua por Santa Rita, y de cómo los frailes disimulaban que los indios dejaron los ídolos escondidos dentro de los adobes de las paredes de la capilla de Santa Elena y la del Palmar Grande y permitían algunos rituales autóctonos en ellas.

Lo afligió un conflicto interno, el problema con su propia conciencia en admitir o no, que se consumara el despojo de la mitad del fundo legal de las tierras de los indios, para que se congregaran ahí los españoles, los mestizos y sus familias; por otra parte, el padre Custodio también pensó que eso facilitaría llevarles a los españoles los sacramentos.

Meses después, el capitán Juan Antonio de Troncoso con la mirada esquiva amenazó a fray Martín Herrán de consumar el despojo y si se oponía lo llevaría a cobo con violencia, además que la misión perdería los apoyos que daba la Real Hacienda para la manutención de la custodia, al enviar a sus superiores del convento de Michoacán informes en su contra. Además Troncoso persuadió a un fraile de la misión para que convenciera a Herrán de que era conveniente reunir a todas esas almas de españoles en una villa para lograr su salvación.

–¿Pero ¿cómo estás de acuerdo con el despojo? –Lo increpó fray Martín Herrán–Tú que eres el encargado de esta misión local. Si quieren los españoles un asentamiento que lo hagan en terrenos de Solano o de San Diego. En este ardid, debe estar metido el capitán Troncoso.

El capitán Juan Antonio de Troncoso era un hombre barbado con una cicatriz en la cara, que nunca veía de frente y hacía una mueca con la boca torcida. Además, también lo acusaban de haberse apropiado de terrenos comunales de los aborigenes, de robo de ganado y hasta de violaciones de indias, de acecharlas cuando iban con su cántaro al Ojo de Agua, pero como tenía influencias no prosperaban las denuncias.

Meses después, como de costumbre, Troncoso sin ver de frente acusó a fray Martín Herrán de no cumplir con su obligación de proporcionar los sacramentos a los indios, de hacerlos ladinos en el idioma de Castilla, y de adiestrarlos en otros oficios. No conforme con eso, mal informó al virrey conde de Galve, que el límite de su Protectorado se extendía hasta Jaumave y Santiago de los Valles; por lo tanto, los capitanes protectores de aquellos parajes estaban usurpando funciones que no les correspondían y que la nueva fundación se denominaría “Frontera de Santa Catarina de la Villa de Galve”.

Años después, en 1693, fray Martín Herrán pudo sacar la verdad a flote, al enviar un informe. Tan graves resultaron las anomalías denunciadas en contra del capitán protector Troncoso, que una vez comprobadas, el virrey lo envió a la cárcel y dispuso lo destituyó de su cargo.

Por último, fray Martín Herrán aceptó de conformidad con el gobernador de indios para que se estableciera la Villa en el paraje Santa Elena, solo procuraron que la línea divisoria pasara por la mitad del Ojo de Agua dulce, para que tanto los españoles como los indios tuvieran derecho a proveerse del líquido para beber, y también que los terrenos de los peticionarios se extendieran hacia el poniente, colindando con la hacienda de Solano. Que si dicha población o agregación de españoles con el tiempo fuere en aumento, de tal suerte que necesitaran más superficie, se les dieran por la parte norte que eran tierras realengas.

El 9 de enero de 1694 el Rey de España autorizó a los peticionarios que ocuparan la mitad de las tierras de los indios para que fundaran su anhelada Villa (le pusieron por nombre Dulce Nombre de Jesús). Una vez notificados, Pedro de la Vega con su mano en la empuñadura de su espada, muy sonriente junto con sus partidarios: Juan Martínez de Charles, Juan de Ledesma Fragoso, Blas de Medina Saldierna y otros, estaban debajo de una enramada de laureles, contemplaba a los demás cómo deslindaban el “ejido”, arrancaban yerbas, disparaban sus arcabuces, clavaban lanzas y arrojaban piedras en todas direcciones en señal de propiedad, enseguida ellos también lo hicieron; asimismo, nombraron a las autoridades del nuevo ayuntamiento, repartieron solares y construyeron casas cerca del Ojo de Agua.

Mientras tanto, Herrán se quedó dormido sobre el libro de cuentas en la mesa sin saber dónde existió la verdad, sin tener la certeza de conocer si hizo bien o mal. Al despertar, comprendió que solo había sido un sueño, un sueño en que se hiciera justicia, porque todo podría pasar. Se aproximaba un nuevo amanecer del que no quería saber nada.

Eugenio Verastegui González.

Compilado por José J. Alvarado.

Imagen: Eutimio Martínez.

29 de octubre de 2019

Soli Deo Gloria.

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