EL grupo de españoles dispersos en sus ranchos, en una
reunión planearon fundar un centro poblacional en el paraje denominado Santa
Elena, quitándole a los naturales la mitad del polígono (tres leguas por cada
viento) otorgado por el capitán Gabriel Ortiz de Fuenmayor el 2 de enero de
1606.
El español Pedro de la Vega, con el fin de apoderarse de las
tierras de los naturales, entró a la oficina del padre custodio, reclamando la
inmediata entrega de la mitad del fundo.
El Padre Custodio,
indignado golpeó la mesa que cimbró el libro de cuentas donde anotaba los pagos
a los mayordomos del Hospital de Santa Elena que daba atención a los enfermos y
pasajeros, donde además organizaba los festejos para el próximo primero de
julio de 1689. Era fray Martín Herrán, quien se enfureció y aporreó el
escritorio repetidas veces. Se levantó de su silla agitando los brazos y le
contestó a don Pedro de la Vega:
–No permitiré más abusos en contra de los indios. Muchos de
ustedes han invadidos terrenos comunales. Además, tienen prohibido vivir aquí,
en los pueblos de los nativos porque los envician con sus malos ejemplos.
Pedro de la Vega era un peninsular bravucón que estaba
acostumbrado a mandar que tomó la estafeta de Juan Nieto Téllez el que solicitó
al virrey fundar un pueblo de españoles. Don Pedro lideraba a 52 españoles; el
cual, apretó la empuñadura de su espada metida en su vaina, y le replicó a fray
Martín Herrán:
– Le exijo la inmediata entrega de la mitad de las tres
leguas en cuadro. ¡Son órdenes del Virrey! Es para fundar nuestra Villa de
españoles, porque tenemos nuestras haciendas muy separadas, y, es más, la
queremos ahí, del Ojo de Agua de Santa Elena, con su capilla, donde estuvo la
primera fundación de la Custodia, con pocos los indios que viven ahí; también,
porque dicho pueblo se vino a menos, la mayoría de la gente se mudó para acá,
al Palmar Grande. Ya solo quedan 60 familias de indios, seis son chichimecos de
esta frontera; los demás, son advenedizos otomíes, de otras partes, pero los
vamos a correr a todos.
–Me opongo a esa arbitrariedad, –contestó fray Martín
Herrán–. Ésto es una injusticia, un despojo. Estas tierras son de los
aborígenes y se les debe de respetar, además, no hay ninguna orden de autoridad.
–Pues, para su conocimiento, – respondió Pedro de la Vega– el
difunto Juan Nieto Téllez, desde el primero de octubre de 1687, solicitó
permiso al Virrey, en representación de muchas familias de estancieros
españoles para fundar la villa, sin costo para la Real Hacienda, y los trámites
van muy avanzados. Además, los indios no son inteligentes ni diestros en el uso
del arco y la flecha para defenderse contra las incursiones de los indios
bravos que están en los alrededores de esta misión; por lo contrario, ni se les
educa ni se les enseña en la santa fe católica –prosiguió don Pedro de la Vega
con su repique–. Nosotros una vez concentrados en el nuevo poblado, acudiremos
con nuestras armas y caballos en contra de cualquier invasión, a ésta, o a
cualquier frontera vecina. La Real Hacienda se ahorrará los 500 pesos al año
que le paga al capitán protector, Juan Antonio de Troncoso, y la plaza
pertenecerá a la jurisdicción del tenientazgo de San Luis.
Fray Martín Herrán calmó a los indios, algunos ladinos que
entendían bien el idioma de Castilla, los cuales se empezaban a concentrar
alrededor de la custodia, otro tocó un cuerno llamando al resto de la
población, fray Martín Herrán contestó:
–Mire don Pedro, ya me enteré que están gestionando el
despojo de la mitad de las tierras de los naturales, pero con informes falsos,
rendidos a modo por el capitán “protector” Juan Antonio de Troncoso, que según
él, “no hay lesión a derechos de terceros”. ¡Cuántas mentiras! Además, Troncoso
proporcionó datos que corresponden a la fundación de Jaumave, para confundir al
virrey, pero aún no se resuelve nada en definitiva. El propio juez receptor
Bartolomé Pérez de la Cruz se apropió de terrenos comunales, y éste, debe
excusarse de conocer el asunto porque tiene interés personal.
Se levantó un murmullo que se convirtió en cascada de aguas
broncas. Las voces subían de tono, se empezaban a oír fuerte. Fray Martín
Herrán que traía su sayal desgastado calmó la furia de los nativos.
Pedro de la Vega, era un sujeto arbitrario, y por último
gritó:
–Pero esto, no se va quedar así. Tenemos influencias.
El resto de los españoles estaban en sus caballos, todos se
encontraban rodeados por indios semidesnudos con los cuerpos pintados de negro
y rojo, armados con sus arcos y flechas dispuestos a combatir. El sol calentaba
de tal manera que el ambiente parecía que iba a explotar.
Pedro de la Vega con la mano en la empuñadura de la espada, y
su grupo de españoles, con arcabuces y adargas, se retiraron del Palmar Grande
muy encabritados corriendo a galope montados en sus bestias, pero antes
caracolearon sus cabalgaduras con claros desafíos de provocación. Un indio
lanzó una flecha con tal fuerza que le atravesó la cabeza al caballo.
El conato se apaciguó porque intervinieron los frailes y les
explicaron a los españoles que se cuidaran, porque había indios que por las
noches, a escondidas se reunían en el monte con los indios bravos comarcanos a
practicar sus idolatrías, y que mejor se retiraran porque se podría provocar
una rebelión generalizada en toda la zona.
Lo que le importaba a Pedro de la Vega y a los demás
españoles era apoderarse de las tierras fértiles que prometían bonanza, tanto
por su extensión, como por la buena cantidad del agua rodada, donde obtendrían
abundantes cosechas de maíz y trigo. Ambicionaban las cuatro acequias que
habían construido los indígenas en el Palmar, bajo la dirección de los frailes,
las llamadas: La Morita, San Antonio, San Juan y la Purísima.
Después de ese incidente, fray Martín Herrán se retiró a la
Milpa del Convento, se acomodó bajo una sombra a la orilla de la acequia de San
Juan, se quedó viendo saltar el agua cristalina, mirando pasar las imágenes por
su mente, las pláticas de su antecesores que le narraron cómo fue la
evangelización de los primeros aborígenes, y cómo construyeron el hospital, la
custodia y la capilla de material, que sustituyó a la de bahareque, anexa al
Ojo de Agua en el paraje de Santa Elena.
También recordó cómo les cambiaron los nombres a los dioses
de los naturales: la diosa tierra por la madre de Dios, el dios trueno por el Dios
Padre, la luna por la virgen María, el aire por el arcángel San Gabriel, el
agua por Santa Rita, y de cómo los frailes disimulaban que los indios dejaron
los ídolos escondidos dentro de los adobes de las paredes de la capilla de
Santa Elena y la del Palmar Grande y permitían algunos rituales autóctonos en
ellas.
Lo afligió un conflicto interno, el problema con su propia
conciencia en admitir o no, que se consumara el despojo de la mitad del fundo
legal de las tierras de los indios, para que se congregaran ahí los españoles,
los mestizos y sus familias; por otra parte, el padre Custodio también pensó
que eso facilitaría llevarles a los españoles los sacramentos.
Meses después, el capitán Juan Antonio de Troncoso con la
mirada esquiva amenazó a fray Martín Herrán de consumar el despojo y si se
oponía lo llevaría a cobo con violencia, además que la misión perdería los
apoyos que daba la Real Hacienda para la manutención de la custodia, al enviar
a sus superiores del convento de Michoacán informes en su contra. Además
Troncoso persuadió a un fraile de la misión para que convenciera a Herrán de
que era conveniente reunir a todas esas almas de españoles en una villa para
lograr su salvación.
–¿Pero ¿cómo estás de acuerdo con el despojo? –Lo increpó
fray Martín Herrán–Tú que eres el encargado de esta misión local. Si quieren
los españoles un asentamiento que lo hagan en terrenos de Solano o de San
Diego. En este ardid, debe estar metido el capitán Troncoso.
El capitán Juan Antonio de Troncoso era un hombre barbado con
una cicatriz en la cara, que nunca veía de frente y hacía una mueca con la boca
torcida. Además, también lo acusaban de haberse apropiado de terrenos comunales
de los aborigenes, de robo de ganado y hasta de violaciones de indias, de
acecharlas cuando iban con su cántaro al Ojo de Agua, pero como tenía
influencias no prosperaban las denuncias.
Meses después, como de costumbre, Troncoso sin ver de frente
acusó a fray Martín Herrán de no cumplir con su obligación de proporcionar los
sacramentos a los indios, de hacerlos ladinos en el idioma de Castilla, y de
adiestrarlos en otros oficios. No conforme con eso, mal informó al virrey conde
de Galve, que el límite de su Protectorado se extendía hasta Jaumave y Santiago
de los Valles; por lo tanto, los capitanes protectores de aquellos parajes
estaban usurpando funciones que no les correspondían y que la nueva fundación
se denominaría “Frontera de Santa Catarina de la Villa de Galve”.
Años después, en 1693, fray Martín Herrán pudo sacar la
verdad a flote, al enviar un informe. Tan graves resultaron las anomalías
denunciadas en contra del capitán protector Troncoso, que una vez comprobadas,
el virrey lo envió a la cárcel y dispuso lo destituyó de su cargo.
Por último, fray Martín Herrán aceptó de conformidad con el
gobernador de indios para que se estableciera la Villa en el paraje Santa
Elena, solo procuraron que la línea divisoria pasara por la mitad del Ojo de
Agua dulce, para que tanto los españoles como los indios tuvieran derecho a
proveerse del líquido para beber, y también que los terrenos de los
peticionarios se extendieran hacia el poniente, colindando con la hacienda de
Solano. Que si dicha población o agregación de españoles con el tiempo fuere en
aumento, de tal suerte que necesitaran más superficie, se les dieran por la
parte norte que eran tierras realengas.
El 9 de enero de 1694 el Rey de España autorizó a los
peticionarios que ocuparan la mitad de las tierras de los indios para que
fundaran su anhelada Villa (le pusieron por nombre Dulce Nombre de Jesús). Una
vez notificados, Pedro de la Vega con su mano en la empuñadura de su espada,
muy sonriente junto con sus partidarios: Juan Martínez de Charles, Juan de
Ledesma Fragoso, Blas de Medina Saldierna y otros, estaban debajo de una
enramada de laureles, contemplaba a los demás cómo deslindaban el “ejido”,
arrancaban yerbas, disparaban sus arcabuces, clavaban lanzas y arrojaban
piedras en todas direcciones en señal de propiedad, enseguida ellos también lo
hicieron; asimismo, nombraron a las autoridades del nuevo ayuntamiento,
repartieron solares y construyeron casas cerca del Ojo de Agua.
Mientras tanto, Herrán se quedó dormido sobre el libro de
cuentas en la mesa sin saber dónde existió la verdad, sin tener la certeza de
conocer si hizo bien o mal. Al despertar, comprendió que solo había sido un
sueño, un sueño en que se hiciera justicia, porque todo podría pasar. Se
aproximaba un nuevo amanecer del que no quería saber nada.
Eugenio Verastegui González.
Compilado por José J. Alvarado.
Imagen: Eutimio Martínez.
29 de octubre de 2019
Soli Deo Gloria.
0 comentarios:
Publicar un comentario