martes, 9 de agosto de 2022

Dotación de tierras a los naturales del valle del río Verde, que podría llamarse la fundación civil.

 

Ocurrió el 2 de enero de 1606, cuando el capitán Gabriel Ortiz de Fuenmayor, otorgó tres leguas a cada viento a los aborígenes del río Verde. Para ello el capitán colocó un abujón frente a la ermita, de donde partieron los medidores, que desde luego sería el centro de la ciudad. Se deduce que esta ermita estuvo cerca del único manantial de agua dulce, donde ahora es el mercado de Ciudad Fernández, S. L. P.

Siguiendo un orden cronológico fue hasta el 1º., de julio de 1617, cuando se fundó la misión de Santa Catarina, también cerca del Ojito de Agua y ya hubo frailes de planta.

Ahora bien, como los naturales construyeron las acequias de San Antonio, San Juan, La Morita, La Purísima donde tenían sus sementeras empezaron a mudarse del paraje Santa Elena al Palmar grande, así mismo se mudó la custodia y la misión franciscana.

Pasaron los años, los estancieros o hacendados españoles codiciaban las buenas tierras que tenían los indios, y en octubre de 1687 Juan Nieto Téllez y 52 estancieros españoles le solicitaron al virrey el establecimiento de una villa de españoles, quitándole a los naturales la mitad de sus tierras.

Alegaron diferentes razones, que los indios no eran diestros en el manejo del arco y la flecha, que no se podrían defender de una invasión de indios bravos.

En cambio, ellos, estando reunidos en un poblado acudirían prestos a combatirlos con sus armas y sus caballos, lo que no podían hacer, dado que sus ranchos, haciendas o estancias se localizaban muy distantes una de otra, y en caso de que así lo aprobara, la Real Hacienda se ahorraría los 500 pesos que pagaba al Capitán Protector, y ellos, los españoles construirían sus casas de su peculio en el nuevo poblado.

El real permiso para fundar la villa de españoles fue aprobado el 9 de enero de 1694, en el sitio donde actualmente se encuentra Ciudad Fernández, S. L. P., como ya se dijo, despojando a los indios con la mitad de sus tierras, por la parte del poniente.

Es decir, el nuevo centro de población fue establecido con la mitad de las tres leguas a la redonda correspondiente al fundo legal del pueblo de indios del Rioverde, y los españoles le cambiaron el nombre al paraje de Santa Elena por el de Villa del Dulce Nombre de Jesús.

Con los años, algunos gachupines alegaron méritos y pidieron mercedes de tierras y aguas con la intención de disfrutar de ellas; en cambio otros, las solicitaron para especular, aunque éstos, fueron los menos.

También utilizaban a su capricho el agua de la laguna La Vieja; al principio, no hubo dificultades, pero cuando llegaron a desviar la corriente del canal básico se presentaron los primeros enfrentamientos entre españoles y naturales por la distribución por el uso de agua para el riego.

Los estancieros españoles bloqueaban los canales, y los naturales los abrían. Esta perturbación representó una afrenta para los aborígenes, pues, siempre habían sido los únicos dueños del agua.

Entonces los españoles gestionaron un real permiso para el uso del agua de la Laguna la Vieja (ahora Media Luna) y otras lagunetas.

En un inicio, la línea divisoria de ambos pueblos cruzaba en medio del Ojo de Agua, para que tanto los españoles como los indios tuvieran derecho al agua potable del ojito. Este trazo, casi debía pasar por la mitad de la manzana donde hoy se encuentra el palacio Municipal de Ciudad Fernández.

Ante ésto, Blas de Saldierna, el español, representante de los vecinos de la entonces Villa, se quejó ante el Duque de Alburquerque, Francisco Fernández de la Cueva,

–¿Cómo es posible ésto? Porque nosotros, siendo como somos, “hombres blancos y de “razón”, de ninguna manera podemos consentir ningún atropello, y menos de parte de esos indios de la nación chichimeca, de la vecina misión de Santa Catarina de Alejandría.

Las denuncias se cruzaban de una parte hacia otra y corrían por cuerda separada. Las disposiciones fueron en el mismo sentido, dadas en diferentes fechas, donde amparaban a los naturales que ordenaba que nadie más viviera en sus tierras; sin embargo, los españoles en lo legal, expresaban una cosa, pero en los hechos hacían lo contrario.

Fue un constante conflicto sin solución, que por décadas tuvo fastidiadas a las autoridades virreinales.

Al gobernador de indios le resultó imposible echarlos del nuevo terreno invadido; otro triunfo más para los españoles, porque en 1732, el virrey les otorgó un nuevo repartimiento.

Autorizó que se recorriera la línea divisoria 600 varas hacia el oriente hasta la actual calle, llamada Frontera, nombrada así por La Villa del Dulce Nombre de Jesús; y por el pueblo de Santa Catarina, calle de La Cortadura.

En ese nuevo espacio, los españoles construyeron las casas reales, (hoy la Presidencia Municipal) también, la actual plaza de Armas, y en la manzana oriente, el templo llamado el Dulce Nombre de Jesús, con su cementerio que ahora es atrio y jardín.

Tan poderoso era el encanto que guardaba el clima, parecido a una continua primavera, y además el azuloso Ojito de Agua, arbolado, fresco y único manantial de agua bebible, sus tierras planas, como un privilegio surcadas por un río, así como por el canal básico proveniente de la Laguna la Vieja.

Juan de Soto, el gobernador de indios, con su clarividencia innata habría soñado volar una paloma blanca sobre estos parajes. Que alguna vez, en todo ese espacio debía quedar conurbado en una sola unidad conurbada de buena vecindad, donde quedaran olvidados los viejos agravios con el amanecer de un nuevo día.

La invasión no paró ahí, porque tiempo después, tanto españoles como criollos, mulatos y todo tipo de castas, se mudaron sin restricción alguna al Palmar Grande de Santa Catarina, donde se desarrolló el principal centro comercial de la zona: la agricultura, la artesanía, y donde se asentaron las autoridades distritales, hasta convertirse en aquella época, en la puerta regia de la comarca. Resultó paradójico que La Villa de españoles quedara opacada, en comparación al crecimiento que alcanzó la aludida por algunos poetas, “La Perla del Oriente”, no obstante, la población de Santa Elena siempre trató de conservar su hidalguía y prosperidad.

En estos tiempos, con los medios modernos, los planos antiguos de las haciendas, la mojonera de la Cruz Verde, se pudiera establecer el punto exacto donde se levantó la primera ermita y fue el centro de la dotación de tierras del río Verde.

José J. Alvarado.

 Fotografia: Elena Rodriguez de la Tejera

Soli Deo Gloria


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