miércoles, 3 de agosto de 2022

Capítulo. II. Los españoles vuelven a la carga

 

Fue un golpe certero. Los beneficiarios se repartieron todos los solares de su nueva villa; si bien, trazaron algunas calles no dejaron ni espacios para construir una plaza, una iglesia con atrio tampoco el cementerio ni espacio para construir sus casas reales; de pronto creyeron que no los necesitaban, pues sesionaban en la casa de algún regidor del Ayuntamiento; ya que acudían siempre muy devotos a la antigua capilla de Santa Elena que estaba cerca del Ojo de Agua, donde estuvo una plaza que en un tiempo se le llamó “La Placita de los Perros”, que ahora construyeron un mercado, o bien los españoles acudían a la ermita de San Antonio de las Higueras.

Ante la falta de una planeación urbana omitieron designar un espacio para construir edificios públicos. Blas de Saldierna, un sujeto de pelo rubio, perteneciente al grupo de los estancieros, al frente de otros jinetes españoles con su voz ronca hostigaba a los indios causando una nueva invasión en contra de los poseedores de las tierras limítrofes, representadas por el gobernador de indios, Juan de Soto.

Gritaba el español Blas de Saldierna – ¡Estas tierras también son nuestras, nos las merecemos porque tenemos derechos, porque somos hombres blancos y de razón!

Así, violentaran los terrenos fértiles, situados al oriente de la línea divisoria que cruzaba en medio del Ojo de Agua. Este trazo, casi debía pasar por la mitad de la manzana donde hoy se encuentra el palacio Municipal de Ciudad Fernández. En aquel entonces, ya la invasión era evidente.

En 1707, Juan de Soto, gobernador de indios, un anciano botánico en la medicina herbolaria, con naturaleza intuitiva como un tecolote viejo, estaba muy indignado porque el nuevo padre custodio, se negaba a apoyarlo; su intuición le decía que el fraile estaba más en favor del despojo. Para entonces ya no estaba fray Martín Herrán.

Pero ante ese desamparo, Antonio Fernández de Rivero, un mestizo de piel oscura, mayordomo del latifundista Pedro de Estrada Altamirano, le refirió al gobernador de indios Juan de Soto:

 – Me indignan las injusticias. Sólo por eso los apoyo. Les ofrezco mi ayuda para que saquen a esos españoles ambiciosos. Esos aprovechados que se creen mucho porque están güeros y se sienten superiores como si fueran dioses, hacen con ustedes lo que se les antoja. Es más, yo y mi compañero Franco Marín, apoderado legal de mi patrón, atestiguaremos en favor de ustedes.

Cuando llegó el alguacil Mayor de San Luis a investigar los hechos, los testigos no se presentaron; «mejor no porque mi patrón nos va a correr» -dijero-; pero no era así, fue porque los demás terratenientes influyeron con don Pedro de Estrada Altamirano para que los contuviera.

A pesar de encontrarse sin apoyo, en noches de tormenta, el gobernador de indios Juan de Soto demandó ante la Corte Virreinal arrojar a los españoles de los nuevos terrenos invadidos, aunque los peninsulares estaban temerosos de que se les anulara la Cédula Real, otorgada a su favor el 9 de enero de 1694, porque le faltaba algo, que a los fundadores les había pasado inadvertido, era la ausencia de la firma del secretario Real, y sin ella, la orden del Rey no valía.

Ante ésto, Blas de Saldierna, el rubio español, en representación de los vecinos de La Villa de Santa Elena le solicitó al Duque de Alburquerque, Francisco Fernández de la Cueva, garantías contra las arbitrariedades según eso cometidas por los indios; pero en realidad, los peninsulares y sus sirvientes eran quienes las cometían, les echaban el ganado para que les trillaran los plantíos a los naturales y así, despojarlos de sus tierras comunales limítrofes con el poblado de Santa Elena. El español Blas de Saldierna argumentó:

–¿Cómo es posible ésto? Porque nosotros, siendo como somos, “hombres blancos y de “razón”, de ninguna manera podemos consentir ningún atropello, y menos de parte de esos indios de la nación chichimeca, de la vecina misión de Santa Catarina de Alejandría.

Por otra parte, el reclamo de los indios llegó hasta el conocimiento de don Felipe V, Rey de todas las españas e Indias Occidentales quien el 14 de marzo de 1707 ordenó proteger a los indios y prohibió a los españoles, mestizos, mulatos y otras castas que no molestaran a los naturales de Santa Catarina del río Verde.

Los procedimientos judiciales siguieron por décadas, por demás fueron engorrosos y dilatados. Las denuncias se cruzaban de una parte hacia otra y corrían por cuerda separada. Las disposiciones fueron en el mismo sentido, dadas en diferentes fechas, donde amparaban a los naturales que ordenaba que nadie más viviera en sus tierras; sin embargo, los españoles en lo legal, expresaban una cosa, pero en los hechos hacían lo contrario.

Los indios cansados de tantas injusticias, flechaban al ganado que les introducían en sus milpas, luego lo destazaban y se lo comían. Llegaron a enfrentarse como unos tigres entre los maizales en contra de los jinetes armados de español Blas de Saldierna y compañía– y estos al grito de:

–¡Duro contra ellos! Cómo nos van a ganar si somos hombres blancos y de razón atáquenlos sin piedad. –Al momento que esquivaban las flechas.

Fue un constante conflicto sin solución, que por décadas tuvo fastidiadas a las autoridades virreinales.

Con los pleitos legales los españoles consiguieron que se les ratificara su antigua cesión de derechos de fecha de 9 de enero de 1694; pero a la postre, resultó imposible echarlos del nuevo terreno invadido; otro triunfo más para los españoles, porque en 1732, el virrey les otorgó un nuevo repartimiento, les autorizó que se recorrieran 600 varas hacia el oriente hasta la actual calle, llamada Frontera nombrada así por La Villa del Dulce Nombre de Jesús; y por el pueblo de Santa Catarina, calle de La Cortadura.

En ese nuevo espacio, los españoles construyeron las casas reales, (hoy la Presidencia Municipal) también, la actual plaza de Armas, y en la manzana oriente, el templo llamado el Dulce Nombre de Jesús, con su cementerio que ahora es atrio y jardín.

Tan poderoso era el encanto que guardaba el clima, parecido a una continua primavera, y además el azuloso Ojito de Agua, arbolado, fresco y único manantial de agua bebible, sus tierras planas, como un privilegio surcadas por un río como lo era la magia del Palmar Grande con sus cuatro acequias, sus terrenos fértiles, que motivaron estos conflictos.

Juan de Soto, el gobernador de indios, con su clarividencia innata habría soñado volar una paloma blanca sobre estos parajes. Que alguna vez, en todo ese espacio debía quedar conurbado en una sola unidad de buena vecindad, donde quedaran olvidados los viejos agravios con el amanecer de un nuevo día.

La invasión no paró ahí, porque tiempo después, tanto españoles como criollos, mulatos y todo tipo de castas, se mudaron sin restricción alguna al Palmar Grande de Santa Catarina, donde se desarrolló el principal centro comercial de la zona: la agricultura, la artesanía, y donde se asentaron las autoridades distritales, hasta convertirse en aquella época, en la puerta regia de la comarca. 

Resultó paradójico que La Villa de españoles quedara opacada, en comparación al crecimiento que alcanzó la aludida, por algunos poetas, “La Perla del Oriente”, no obstante, la población de Santa Elena siempre trató de conservar su hidalguía, y en el panteón del atrio quedó sepultado el prócer de esa Villa que logró la ampliación, Blas de Saldierna a quien se le erigió un monumento, con un epitafio: «Aquí yace Blas de Saldierna que con un linterna y una pierna enferma amplió a La Villa hasta esta orilla».

Eugenio Verastegui González.

Imagen y compilación de José J. Alvarado.

29 de octubre de 2019

Soli Deo Gloria.

 

 

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